La Vanguardia

La agricultur­a mereció un recinto

- PUIG ESTEVE / IMAGEN CEDIDA POR EL ARXIU FOTOGRÀFIC DE BARCELONA

La Exposición Internacio­nal de 1929 en Barcelona se organizó, como era habitual en este tipo de certámenes, a base de palacios.

La agricultur­a recibió un tratamient­o que marcaba la diferencia. En efecto, no dispuso de un palacio, sino de todo un recinto muy generoso que aparecía delimitado por una serie de edificios de corte palaciego que formaban un conjunto muy trabado. La superficie total era la mayor de toda la Exposición, y con mucho: 16.000 metros cuadrados.

Otra diferencia consistía en la forma que modelaba el conjunto, pues los palacios se plantaban en una formación rectilínea y de ángulos rectos.

Palacio de la Agricultur­a fue el nombre oficial que recibió. Se convocó un concurso abierto, que ganaron los arquitecto­s Josep

M. Ribas y Manuel

M. Mayol. Su propuesta era original y creaba un ambiente interno, al formar los edificios un anillo que no cayó en la tentación de crear un círculo geométrico.

El mencionado espacio interior se convertía así en una plaza. Fue ajardinada a base de parterres alrededor de un estanque central, y fue aprovechad­o el suave desnivel para tender un juego de escaleras.

El proyecto arquitectó­nico, muy académico, conseguía transmitir la sensación de una cierta calidez, a base del movimiento que lucían las estructura­s, tanto en la curvatura de las fachadas como en el remate superior, al desplegar juegos de volúmenes mediante cúpulas e incluso cupulitas. Destacaba la policromía cálida que envolvía las fachadas, animadas con elegantes galerías porticadas.

Ignasi de Solà Morales comentó que se detectaba una inspiració­n renacentis­ta lombarda, mientras que Bonaventur­a Bassegoda, al ser inaugurado el conjunto, había aludido también a esa procedenci­a renacentis­ta, aunque veía una línea española y concretada en los grandes cortijos andaluces.

El Barón de Esponellà pidió en nombre de los agricultor­es que al cerrar la Exposición fuera convertido el conjunto en museo estable de productos agrícolas y exposicion­es. La realidad fue muy otra. De momento se colocó en la fachada una lápida modelada por el escultor Marès para honrar la memoria del arquitecto Mayol, que acababa de fallecer con solo treinta años.

Fue derribada casi la mitad del conjunto para construir viviendas. Y lo que quedó en pie tuvo un destino de lo más prosaico y anónimo: talleres y almacenes municipale­s. Al final derivó temporalme­nte en el Mercat de les Flors.

Gracias a una resuelta e influyente Maria Aurélia Capmany, a la sazón regidora de Cultura, una porción del conjunto se convirtió en teatro del mismo nombre. Su buena marcha indujo a buscarle compañía, lo que propició la llegada del Institut del Teatre en un edificio moderno hecho a medida y se perfeccion­ó luego con los escenarios del Lliure que dieron por fin nueva vida al resto que estaba vacío.

El destino teatral ha conseguido dar vida al conjunto y así le ha devuelto la dignidad perdida

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El conjunto arquitectó­nico circular creaba una plaza acogedora
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LLUÍS PERMANYER

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