La Vanguardia

El helecho macho

- Julià Guillamon

Por la mañana hemos estado hablando de ninfas porque Cris, que lee una edición castellana de Los mitos griegos de Robert Graves, no sabía cómo era fresno en catalán. “Freixe. Es aquel árbol que crece en las torrentera­s. Cuando cortan los castaños, se queda muy tieso, solo, inaccesibl­e, y siempre decimos que parece una imagen de la selva amazónica deforestad­a, del World Press Photo”. No se acuerda muy bien: hace mucho tiempo que no va a la montaña. “Zeus se pasaba el día poniéndole cuernos a Hera. Se enamoró de una ninfa llamada Ío. Zeus juró que no le había tocado un pelo y transformó a Ío en una vaca blanca. Hera pidió le regalara la vaca y le envió un tábano, que no la dejaba vivir”. “Menuda bruja”. Los tábanos son unos dípteros que se alimentan de la sangre del ganado y tienen unos aguijones muy fuertes que atraviesan el cuero.

Por la tarde me meto en una umbría con unos fresnos muy altos por donde corre un hilo de agua. Hay muchos helechos macho comunes (Dryopteris filix-mas). Forman como una palmerita, con hojas de color verde oscuro y un tallo peludo que recuerda el dedo de un gorila. Como las palmeras, no pierden las hojas, marrones y secas, que quedan en el pie, en capas de diferentes años. Parecen viejas serpentina­s o el serrín del interior de los petardos, desparrama­do después de una fiesta. Cada vez que veíamos fresnos, helechos macho y consuelda, con el torrente empapando el suelo, pensábamos que podía ser un buen lugar para las colmenilla­s. Una temporada recorrimos todos estos torrentes buscando un lugar que nadie más conociera. Cada vez nos adentrábam­os más, agachándon­os para pasar por debajo de los saúcos, colocando

Forman como una palmerita, con hojas de color verde oscuro y un tallo peludo que recuerda el dedo de un gorila

los pies entre piedras y ramas caídas. Yo cogía las barbas de los helechos macho y las alzaba, como si levantara una falda, buscando pequeñas colmenilla­s, y solo encontraba rizomas y raíces que el agua dejaba al descubiert­o. Las hojas secas de helecho caían de nuevo sobre la torrentera como una pesada cortina. Llegó a ser una obsesión. Me introducía en hondonadas donde hacía años que nadie entraba, cubiertas por fresnos solitarios. Metía los pies en el agua. O trepaba en equilibrio con un pie a cada lado de la pared.

No encontramo­s nunca el sitio aquel desconocid­o en el que crecían las colmenilla­s, pero un vez, en una poza muy escondida, siguiendo el rastro de unas setas de cazoleta, vi una becada. Quedó tan sorprendid­a de encontrar a un señor vestido de Decathlon que asomaba en un pasillo de piedra arenisca, que pasó un momento antes de que alzara el vuelo. A medida que avanzábamo­s hacia la primavera, la torrentera se llenaba de plantas y hojas verdes y cada vez era más difícil encontrar setas. Saliendo de un riachuelo escondido, en un ribazo de ortigas blancas, destacaba un helecho macho, con una circunfere­ncia de hojas que parecía una mesa para cuatro personas. Levanté las ramas secas: era la costumbre. Debajo apareció una colmenilla grande como una tripa de vaca.

Llego a casa con una hoja de fresno que he recogido del suelo, y una hilacha de muérdago. Cris las guarda entre las páginas del libro.

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