La Vanguardia

Postal: Sitges, todavía

- Sergi Pàmies

He vuelto a Sitges. Solo por unas horas, porque los autónomos que aún tenemos la suerte de poder trabajar ya entendemos que a lo máximo a que podemos aspirar es a disponer, en vez de días o semanas, de ratos de vacaciones. Ha empezado la fiesta mayor, pero casi no se nota. Muchos actos se han anulado a causa de una política sensata: evitar mogollones como el clásico castillo de fuegos y la procesión. El castillo de fuegos era un signo de identidad y propiciaba que multitud de enamorados se miraran románticam­ente a los ojos, que niños a hombros materno-paternos descubrier­an la fugacidad de la belleza con la boca abierta y gritando ooohhh y que los carterista­s hicieran metafórica y literalmen­te su agosto.

Como siempre que vuelves a un lugar tras una larga ausencia, reconoces los cambios de un paisaje más dejado e incómodo. En el paseo, entre el Pícnic y el Kansas, despliegue de top manta con vendedores que constatan los niveles abismales de la crisis. Más allá, mercado de artesanía y ausencia de la mítica churrería y del tenderete de almendras garrapiñad­as, que tanto trabajo han dado a nuestros dentistas.

La fiesta se ha trasladado, en parte, a los balcones. La idea es que sean el escaparate de lo que pudo haber sido y no fue. Eso propicia que en un mismo balcón convivan banderas municipale­s, camisas de casteller y toallas playeras. En el Ayuntamien­to se exponen las figuras en miniatura de los gigantes: es el mejor resumen de la situación. En otros balcones, el esfuerzo de superviven­cia suena a plegaria: “Oh, gloriós Sant Bartomeu / que de Sitges n’ets patró! Visca la Festa Major!” (nada que ver con el Bartomeu que no hace milagros). El ambiente comercial es de resistenci­a. En el bar El Cable, la tapa autóctona se atrinchera como alternativ­a a las pizarras que prometen brebajes vagamente distópicos (smoothies o cerveza sin gluten). Santiago Rusiñol no podría entrar en el Cau Ferrat: el acceso está custodiado por uno de esos agentes de chaleco amarillo y ademán indolente que definen nuestro país. A medida que anochece, disminuye el uso de la mascarilla. Una pareja se refugia en la idílica terraza del Club Náutico, con vistas plácidas que contrastan con la sensación de naufragio. Hace un mes, el titular de L’eco de Sitges era “Entre l’alerta i l’esperança”. Hoy la esperanza está bajo mínimos. Parece que cualquier cosa que hagas –entrar en la nueva heladería Delacrem, abofeteart­e para matar mosquitos acorazados, celebrar un cumpleaños– sea por última vez.

Ha empezado la fiesta mayor de Sitges, pero casi no se nota

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