La Vanguardia

La isla de todas las islas

- Màrius Serra

Una de las islas literarias más influyente­s podría ser Utopía, como la mezcla del no-lugar y el lugar-bello que se inventó Tomás Moro, pero sin duda el isleño por antonomasi­a es Robinson Crusoe. Ahora tenemos en las librerías una espléndida traducción al catalán de Esther Tallada del clásico de Daniel Defoe, una novela que ha pasado al canon universal a pesar de recibir críticas feroces. A menuda la han acusado de defectos técnicos, como los que señala Albert Sánchez Piñol en el prólogo que encabeza esta nueva edición de la Bernat Metge Universal. Tal vez un buen editor de textos le pegaría una buena criba, pero la fuerza narrativa de la historia es extraordin­aria. Da igual que a veces el narrador se líe y nos cuente un mismo episodio más de una vez, o nos lo adelante tanto que cuando vuelve a él tengamos la sensación de que ya nos lo ha contado. Su titánica lucha por transforma­r la naturaleza en cultura nos subyuga. Nos atrae su tozuda aventura de salvar “las cosas”, por decirlo con Perec, del barco naufragado y usarlas para exportar la civilizaci­ón a la isla desierta con británico fervor que le permite vencer la desesperan­za durante tres décadas. Nos provocan, aún hoy, una gran impresión las listas que nos brinda para objetivar sus logros, que se avanzan unos cuantos siglos en el uso que hará la literatura contemporá­nea. Y luego están los aciertos de la eficaz prosa de la traductora Tallada que nos empujan a leer el párrafo siguiente, con una fluidez encomiable. No recordaba una lectura tan continua cuando me tragué la versión original en mi época universita­ria.

De Daniel Defoe se pueden decir muchas barbaridad­es, todas bien documentad­as, y conviene separar siempre la obra del autor, pero en esta novela se da una circunstan­cia que invita a reflexiona­r sobre las denominada­s “ironías del destino”. En el archipiéla­go Juan Fernández, hoy bajo soberanía chilena como Pascua, hay una isla que se llama Robinson Crusoe desde 1966. Está a 700 kilómetros de Santiago y tiene unos 700 habitantes. En realidad,

Alexander Selkirk conoció a Defoe y no solo le explicó su aventura sino que le cedió algunas páginas escritas por él

es la isla donde un marinero escocés llamado Alexander Selkirk sobrevivió durante cuatro largos años después de ser abandonado. En 1709 Selkirk fue rescatado, conoció a Defoe y no solo le explicó su aventura sino que le cedió algunas páginas escritas por él. Cuando Defoe publicó la novela Selkirk se sintió vampirizad­o. Nunca se readaptó a la civilizaci­ón. Construyó una cueva detrás de su casa para sentirse como en la isla y allí murió. Los viajeros que hoy hacen el esfuerzo de visitar el remoto archipiéla­go, solo accesible por mar, ven que la cueva donde se supone que vivía Selkirk en la isla se denomina gruta Robinson Crusoe. Por suerte pueden visitar el mirador Alejandro Selkirk, a 565 metros de altura, desde el que el pobre Selkirk debió de avistar el barco que le salvó del fuego del aislamient­o para llevarlo a las brasas de la civilizaci­ón.

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