Rubén Darío
En agosto de 1905 visitamos a Rubén Darío en su transitoria residencia veraniega. Moraba el poeta en una casita de la costa asturiana. Nuestra visita fue por la noche. Para ir hasta la casa del poeta —desde donde nosotros estábamos— había que cruzar un brazo o freo marino. La noche era obscura, tenebrosa; cuando los remos de la barca en que íbamos chocaban con el agua, se levantaba una fugaz fosforescencia; nuestras pisadas al llegar, en la playa, sobre las algas, dejaban también una tenue y rápida huella de luz. Parpadeaban en el cielo fosco las estrellas y en la negrura de la tierra destacaba el cuadro luminoso de una ventana. Era la ventana del poeta. Una linda muchacha salió a abrirnos: había en su cuerpo, fino y gracial, y en sus movimientos de adolescente un encanto profundo. Arriba estaba el poeta; una lámpara dejaba en la penumbra la estancia y sólo ponía un vivo círculo de luz sobre la mesa. En la mesa destacaban unos papeles blancos y las notas amarillas y rojas de unos libros nuevos. Fuera el mar, en su movimiento perdurable, movía un sordo rumor.
Al hablar de Rubén Darío en estas notas sobre los poetas, hacemos una excepción. En esta serie, es Rubén el único de los poetas vivos de quien hablamos. Se le respeta y se le quiere unánimemente. Tres poetas ha habido en España modernamente; dos de lengua catalana; uno de lengua castellana. Los catalanes son: Verdaguer y Maragall; el castellano: Rubén Darío. De estos tres poetas han sido engendrados espiritualmente otros poetas –en Cataluña, en Castilla– que hoy sienten y escriben. La obra de Rubén está ya realizada; a él se debe una de las más grandes y fecundas transformaciones operadas en toda nuestra historia literaria. ¿Adónde, en lo pretérito, tendríamos que volver la vista para encontrar un tan hondo y trascendental movimiento poético realizado a influjo de un solo artista?
A Rubén Darío le quieren y veneran la nueva generación de poetas; le queremos cuantos, amando la tradición clásica, gustamos de las sensaciones modernas. Rubén ha tenido que luchar mucho: contra un falso clasicismo, contra la frivolidad dañina, contra la hostilidad de la rutina y de la incomprensión. El poeta ha expuesto en diversas ocasiones su estética. Es preciso tener en cuenta, entre todos estos manifiestos y confesiones, el trabajo publicado en la desaparecida revista Renacimiento –octubre de 1907– y el prólogo a su libro El canto errante. “El poeta –escribe Rubén– tiene la visión directa e introspectiva de la vida y una supervisión que va más allá de lo que está sujeto a las leyes del general conocimiento”. “Yo he dicho. Es el Arte el que vence el espacio y el tiempo”. “He expresado lo expresable de mi alma y he querido penetrar en el alma de los demás, y hundirme en la vasta alma universal”. “He cantado, en mis diferentes modos, el espectáculo multiforme de la naturaleza y su inmenso misterio”. “He impuesto al instrumento lírico mi voluntad del momento, siendo a mi vez órgano de los instantes, vario y variable, según la dirección que imprime el inexplicable Destino”. “Amador de la cultura clásica, me he nutrido de ella, más siguiendo el paso de mis días”. “Como hombre he vivido en lo cotidiano; como poeta, no he claudicado nunca, pues siempre he tendido a la eternidad”. “Y, ante todo, ¿se trata de una cuestión de formas? No. Se trata, ante todo, de una cuestión de ideas”. (De una cuestión de sensibilidad, más precisamente, amado poeta.) “He, sí, cantado aires antiguos; y he querido ir hacia el porvenir” ...
Dos notas –acaba de verlo el lector– dominan en la sensibilidad de Rubén. Lo momentáneo y lo eterno: he aquí todo el espíritu del poeta. El instante y la eternidad: alrededor de estas sensaciones supremas ha de girar toda la obra del poeta. ¡Qué bien, en la noche de aquel verano junto al mar, representaban esta modalidad la lámpara cuotidiana que cada día se enciende y se apaga y el inmenso Océano que allí cerca batía perdurablemente la costa! En un organismo sensitivo y espontáneo como el de Rubén, esta lucha íntima entre lo efímero y lo perennal había de producir los más exquisitos versos. Considerad ahora el ancho círculo que a la visión del poeta se ha abierto: Rubén ha viajado por todo el mundo; tiene en sus ojos las ingencias de los Andes y la melancolía de Castilla: junto a las viejas ciudades españolas, están en el espíritu del poeta las estruendosas y enormes ciudades modernas. Han sacudido sus nervios las impresiones más diversas y opuestas: un clamoroso suceso que conmueve, toda la prensa del mundo y los últimos rayos del sol que doran las aguas de una cala mallorquina; la elegancia mundana y cosmopolita de un gran hotel y el gesto humilde y callado del dolor de un labriego; un dictador presidencial que pronuncia seis discursos al día en su excursión política, y un gran artista en ciernes que ahora, sucio y desconocido, se retira al amanecer, después de una noche de chala, por una calleja desierta, en tanto que nacen los resplandores fríos de la aurora.
El cantor va por todo el mundo sonriente o meditabundo.
Pero todo esto no lo expresa el poeta con imágenes; hay imágenes en la poesía de Rubén –¿cómo pudiera no haberlas?–; más Rubén no es un poeta descriptivo, colorista, y lo que nos ofrece de su visión del mundo no es la imagen, sino el sabor de melancolía y de desencanto que, después de haber visto, después de haber comprendido, nos queda en el alma. Como se ha notado que en Musset hay varios poetas, podremos analizándole distinguir varios poetas en Rubén Darío. Tres son los poetas que vemos en Rubén. Uno es el primitivo, el que pudiéramos llamar versallesco, el de Colombina, el de Pierrot, el de los refinamientos sutiles y banales. Otro es el de los poemas y cantatas heroicas: Roosevelt, Colón, Don Quijote, la América precolombiana, etc.
El tercero es el poeta de la tristeza íntima –íntima e inconsciente– de las confidencias, de las tribulaciones, del rodar perdurablemente por el mundo. De todos estos poetas, el que preferimos es el último. Rubén Darío ha llegado en las poesías de esta última manera a un grado supremo de trascendencia y de sensibilidad. Léanse Lo fatal, Canción de otoño en primavera, ¡Then!, Dream...
De Buenos Aires a París, de París a Mallorca, de Mallorca a Barcelona, de Barcelona a Madrid, de Madrid a Nueva York, el poeta camina errante por el mundo. ¿Cuál es el destino del poeta? ¿Hacia dónde vamos? ¿De dónde venimos? Este instante, que desde el suntuoso trasatlántico, contemplamos el inmenso mar, será único en nuestra vida. Este momento en que, en el reposo de la noche, bajo la lámpara familiar, leemos unas páginas bellas, no le volveremos a vivir. ¡Tristeza, tristeza vaga, dulce o irreprimible del poeta! Rubén diríase que no recoge en su espíritu el mundo y Ias fuerzas del mundo, sino que se entrega a ellos y se deja deslizar por la pendiente del tiempo. Rubén mismo es una gran fuerza que se ignora; su melancolía es tan espontánea como la flor que se abre a la ola que llega a morir a la playa. ¿Cuál es, artistas, nuestro destino en el mundo? Los instantes fugaces se van desgranando en nuestras manos, como un puñado de arena que hemos cogido junto al mar.
... Y no saber adonde vamos, ni de donde venimos…
“Visitamos a Rubén Darío en su residencia veraniega. Moraba el poeta en una casita de la costa asturiana”
“Dos notas dominan en la sensibilidad de Rubén. Lo momentáneo y lo eterno: he aquí todo el espíritu del poeta”