La Vanguardia

Cuando Marián encontró a Leonard

- Mariángel Alcázar

No se puede olvidar el emocionant­e y emocionado discurso que Leonard Cohen pronunció en Oviedo al recoger, en el 2011, el premio Príncipe de Asturias de las Letras. Recordó el poeta y cantante que, de joven, había aprendido a tocar seis acordes de guitarra en las dos clases que le dio un español exiliado en Montreal (Canadá) que acabó suicidándo­se. Esas enseñanzas musicales y ese vínculo con España marcaron su música y sus letras. Cuando Cohen, cuya hija se llama Lorca en honor al poeta, cerró sus palabras diciendo: “Todo lo que ustedes han encontrado de bueno en mis canciones y en mi poesía está inspirado por esta tierra”, más de una lágrima cayó dentro, y también fuera, del teatro Campoamor.

Cohen (1932-2016) no era solo un cantante, era un sentimient­o. Un crítico musical (de cuyo nombre no quiero acordarme) le definió como “un muermo que solo gusta a las tías”. Pues yo soy una de ellas, porque, durante mi primera juventud, me hice llamar con el diminutivo de Marián solo porque fonéticame­nte sonaba como Marianne, el eterno amor pasajero de Cohen, a quien dedicó una de sus canciones más emblemátic­as, tiernas y tristes, So long, Marianne.

De todo eso me acordé el pasado viernes cuando, buscando alivio televisivo al infernal (por caluroso y por terrible) mes de agosto, encontré en el canal Doc&roll el documental Marianne y Leonard: Palabras de amor, que, como su propio título indica, narra la historia de la noruega Marianne Ihlen y el canadiense Leonard Cohen, que se conocieron, se enamoraron y conviviero­n, en los años sesenta, en la isla griega de Hidra, a tres horas en barco de Atenas.

Los años llevaron a Cohen a la fama planetaria, y su corazón inquieto, a emparejars­e de nuevo (novias ocasionale­s al margen) con Suzanne Elrod, madre de sus hijos, Adam y Lorca. No es la Suzanne de la canción homónima de Cohen, razón por la que siempre envidió a Marianne, a quien echó de la casa de Hidra, propiedad del cantante, en la que ella vivía y a la que él regresaba de vez en cuando. Ihlen volvió a Oslo, se casó con un buen marido noruego y vivió en segundo plano. En el 2016, enferma de leucemia, contactó con Cohen, quien le envió un último mensaje de amor. “Estoy justo detrás de ti, lo bastante cerca como para cogerte la mano”, le decía, y Marianne, ya en estado terminal, levantó sus trémulos dedos y sonrió. Cohen falleció tres meses después. Y aún hay quien se pregunta por qué amamos a los que se parecen a él.

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