La Vanguardia

El arte del Evangelio

El rector de Besalú, Miquel Oliveras, ilustra las misas con sus cuadros

- BÀRBARA JULBE

La pintura pone en valor aquellos elementos del paisaje que a simple vista pasan desapercib­idos y el artista tiene la capacidad de hacerlos presentes a través del cuadro. Con esta máxima, el sacerdote Miquel Oliveras, rector de Besalú y otras doce parroquias, coge en sus ratos libres el caballete para buscar belleza, luz y presencia en los rincones que le rodean.

Tiene el comedor lleno de cuadros, muchos de ellos litúrgicos, y una obra al óleo en curso. Se trata de los discípulos de Emaús, de Rembrandt. Además, hay lienzos de Cristos y varias escenas como la resurrecci­ón o la crucifixió­n, entre diversos paisajes. Una estancia convertida en un estudio, como también tenía su padre, el pintor Marià Oliveras Vayreda, con quien aprendió.

Miquel Oliveras, que a los 19 años entró en la orden de los capuchinos y a los 27 años se ordenó sacerdote, expone parte de sus creaciones litúrgicas en el altar durante las misas, para acercar el Evangelio. “A veces las lecturas son ásperas y si puedes tener el cuadro de la escena en cuestión eso te ayuda a entrar en el texto”, comenta Oliveras, quien estuvo un año de misiones en Costa Rica y dos en Nicaragua.

Fue precisamen­te en Nicaragua, donde en 1998 vivió en primera persona el huracán Mitch. “Perdieron la vida muchas personas. Fue un catástrofe pero hicimos muchas cosas para reponer los daños”, recuerda. Unos años en los que tuvo poco tiempo para dedicarse a pintar y al volver tuvo la necesidad de ordenar esas vivencias tan intensas. La pintura le ayudó. Se clausuró en el santuario de la Mare de Déu de Lord en Sant Llorens de Morunys. “Ahí solo oraba y pintaba. Podía llegar a pintar 8 horas al día en silencio y solitud”, explica este cura, influencia­do pictóricam­ente por Turner, Rembrandt, Monet, el impresioni­smo y el arte bizantino. “Un cuadro es un equilibrio frágil y hay un momento en que hay que parar, si no el paisaje se rompe. La pintura es mucha observació­n”, asegura este sacerdote, que de joven trabajó en el taller de escultura de su familia, Art Cristià de Olot .

Empujado por un sueño que se le repetía periódicam­ente, dejó el santuario y se fue a Francia a pintar en la calle. Acabó en Nantes, donde pasó nueve meses acudiendo a diario a un conocido restaurant­e, La Cigale, para plasmar la vida de ese establecim­iento. Luego se instaló en la Provenza. Su trayectori­a artística dio ahí un vuelco: vendió muchos cuadros y llegó a exponer en la galería de arte Nadine Moineau, entre otras. Actualment­e alberga más de 2.000 obras, también en carbón y acrílico, en una nave.

Oliveras, que estudió Bellas Artes, Filosofía y Teología, armoniza en Besalú sus dos realidades: la de sacerdote, orando y preparando actos litúrgicos, y la de pintor. Empieza el día con media hora de meditación y plegaria. Después se le puede ver visitando un enfermo en su casa, acogiendo en su domicilio a un hombre de paso sin trabajo o acompañand­o a una familia que ha perdido a un ser querido. Oliveras es de los que sale a comprar pan y tarda más dos horas: el pueblo lo aprecia. “No hay que descuidar nunca a nadie. Hay belleza en cada rostro. Doy gracias a Dios por todo cada día. Cristifica­r la vida da paz y serenidad”, concluye.

“Un cuadro es un equilibrio frágil y hay un momento en que hay que parar, si no el paisaje se rompe”, dice

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PERE DURAN / NORD MEDIA Oliveras en su casa con algunas de las obras que pinta

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