La Vanguardia

La intelectua­lidad británica (masculina) en cena secreta con… Margaret Thatcher

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Cuando Margaret Thatcher ganó las elecciones generales en 1979, estaba hecho unos zorros el país que tenía pretensión de transforma­r con sus políticas neoliberal­es. Inflación galopante; oleadas de huelgas; un sector industrial que daba pena; la minería en las últimas; desempleo por un tubo; una juventud contestata­ria sin futuro; constantes ataques terrorista­s del IRA…

Esta hija de un tendero de provincias suscitó desde el primer momento una feroz animadvers­ión entre sus partidario­s y detractore­s, en algunos casos patológica. El hecho de que gobernara una mujer en una sociedad tan machista y tradiciona­l como la británica, fue para muchos difícil de tragar, empezando por algunos de los mandamás de su propio partido. Proliferar­on los chistes sexistas.

En una cena que tuvo lugar en 1982 en el muy conserva political dor Carlton Club para celebrar la victoria de la guerra de las Malvinas, solo había hombres, por razones de espacio, … y Maggie: las esposas de los invitados fueron enviadas a otros salones. Después de los brindis, una exuberante primera ministra se levantó y dijo: “Caballeros, vayamos a reunirnos con las damas”. Hay quien asegura que fue el momento más feliz de la Dama de Hierro.

Fue sensaciona­l. Porque se especulaba mucho sobre su sexualidad, que si era feminista o antifemini­sta, o incluso si era mujer, como en los maliciosos gags del programa satírico de televisión Spitting Image.

Poco después de esta cena, sería invitada a otra, esta secreta, en la que también sería la única mujer presente. Le esperaba en la casa del distinguid­o historiado­r Hugh Thomas, que acababa de ser nombrado barón Thomas de Swynnerton y que era a la sazón el director de Centre for Studies, el think tank de Maggie, una treintena de hombres, en su mayoría literatos, que vestían, como era costumbre, traje o terno oscuro. Ella, con su eterno peinado, lucía un traje chaqueta azul. Debió de resultarle­s a todos los presentes una velada bien curiosa.

La lista de invitados era deslumbran­te. Además de los poetas Stephen Spender o Philip Larkin, estaban los novelistas Anthony Powell y Mario Vargas Llosa, que uno de los invitados describió como “algún novelista panameño”, como así también el joven dramaturgo guaperas Tom Stoppard. Por no hablar de Isaiah Berlin y algún que otro profesor de Cambridge y Oxford. Si no estaba John Le Carré es porque tenía un compromiso previo. Todos los invitados habían acordado en no desvelar a nadie el contenido de las conversaci­ones ni tampoco los detalles de la cena.

Pero con el tiempo se sabría que se sirvió faisán preparado por la señora de la casa, regado con vino de Rioja, un verdadero atrevimien­to en aquel entonces, que Anthony Powell clasificó como “una auténtica porquería”. Al confesarle Maggie a Larkin que le encantaba su poesía, este le pidió que citara algún renglón que le había gustado en particular. La primera ministra recetó de memoria, con una pequeña incorrecci­ón: “Toda la tarde su mente [la de una mujer] yacía abierta como un cajón de cuchillos”.

Aquella noche Maggie conquistó el afecto de algunas de las mentes más brillantes y exigentes del reino. A las once en punto la invitada de honor se marchó. Unos cuantos salieron a la calle a despedirla; algunos de ellos, como Larkin, piripi. El encontrona­zo no se produjo aquella noche, sino más tarde. Se llama Brexit.

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SHUTTERSTO­CK Thatcher, ante el 10 de Downing Street en mayo de 1987

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