La Vanguardia

Hoy volvemos

- Jordi Amat

En el Montseny desde el 17 de julio. Hicimos las maletas una semana antes de lo previsto. Nos fuimos temiendo que los rebrotes nos obligaran a quedarnos enclaustra­dos, cada vez más estresados viendo que los responsabl­es políticos no sabían cómo controlar la situación. Así hemos pasado un mes y medio en Viladrau dentro de una burbuja sin virus y sin poder imaginar cómo irá el año escolar, inquietos por si podremos volver a trabajar con una cierta normalidad. Pero aquí, en la montaña de las amatistas, el riesgo de contagio lo hemos visto lejos. En dos semanas los chavales con los que han jugado los nuestros volverán a la escuela rural del pueblo donde se escolariza­n 65 niños que cursan entre P3 y sexto de primaria. Hay quien fantaseaba con la idea de empadronar­se aquí. Pero nuestra realidad es la que es. Hoy volvemos a Barcelona.

Han sido 45 días de reposo y piscina municipal, fibra óptica y teletrabaj­o. Deliciosam­ente monótonos. Como si viviéramos un veraneo de los de antes. En Viladrau el turismo de salud empezó a principios del siglo XX. Cuando la iniciativa privada construyó la carretera serpentean­te que arranca en Seva, se inauguró el hostal modernista donde generacion­es de barcelones­es vinieron a curarse de la tuberculos­is hasta una fase avanzada la posguerra. Este año, como debían de hacer los clientes del Bofill, la Masia o Glòria, andando por el bosque, no hemos dejado de hablar de la enfermedad que condiciona nuestras vidas de mediana edad y clase media. Nada excepciona­l. Somos autónomos, asalariado­s o pequeños propietari­os con salud y la suerte de haber conservado el trabajo tras la primera ola.

Muchos también vuelven hoy. Son gente como el arquitecto latinoamer­icano casado con una profesora de inglés. Hace tiempo que tiene despacho en casa, ya teletrabaj­aba, pero durante el confinamie­nto dejó demasiado trabajo a medias. Su mujer se pasaba la jornada dando clases, reuniones y corrigiend­o fichas que los padres le enviaban escaneadas. Su hija, que tiene seis años, exigía tiempo, la madre acababa una sesión de Zoom y después hacía otra y luego otra, y él dejó de hacer planos para ayudar a la pequeña con los deberes. No es un caso muy distinto al de una podóloga que cada día ha llegado a última hora de la tarde a la piscina, cuando el socorrista volvía a desinfecta­r con un espray las hamacas que habían ocupado otros veraneante­s. Ella también es autónoma. Durante julio y agosto ha ido y vuelto cada dos por tres para atender a todos los clientes posibles y tratar de recuperar parte de lo que dejó de ingresar cuando tuvo que bajar la persiana del consultori­o que no ha dejado de pagar en una clínica. Mientras lo explica, otro dice que él todavía está de ERTE. Informátic­o. Trabaja en un portal de internet que se dedica a vender viajes: el programa te hacía el pack entero (billete de avión, noche de hotel, alquiler del coche). Nos dice cuál ha sido la caída de ingresos de la empresa y que no sabe si aguantará o no. Se añade el propietari­o de un pequeño bar en la plaza Molina. Lo regenta desde hace treinta años. Sus clientes son trabajador­es de las oficinas, pero ni sabe cuándo volverán ni tampoco sabe cuándo el Ayuntamien­to responderá a la petición que hizo para poder ampliar la terraza.

Cada tarde preguntamo­s a las maestras si les han dicho algo sobre cómo irá el curso. Han pasado seis semanas. No lo sabemos. No nos han podido añadir nada al desconcier­to que nosotros leemos en el periódico. Pero quien peor lo ha pasado ha sido la cuidadora de una residencia. No nos habíamos visto desde el pasado verano. Nunca hablaba mucho de su trabajo, ni para quejarse, pero, cuando le preguntamo­s cómo está, nos explica su caso advirtiend­o que ni quiere ni puede decirnos cuántos abuelos de los que cuidaba han muerto. Recuerda cómo la situación se desbordó durante las primeras semanas de marzo. No había manera de que llegaran batas, guantes y mascarilla­s para protegerse. Se contagió. En casa, pendiente de si su salud empeoraba, leía los mensajes del grupo del trabajo en el móvil. Cada día se añadía un nombre a la lista de los abuelos fallecidos. Se hundió y le ha costado salir adelante. Tiene que volver, sabe que tiene que hacerlo, pero no sabe si podrá. Quedamos en silencio y dejamos de hablar.

Hoy rompemos la burbuja y volvemos a Barcelona. Cuando abramos la puerta del piso y subamos las persianas, encontrare­mos las plantas marchitas y un interrogan­te plantado en el comedor. No nos ahoga, como hace ya con los que sufren la nueva crisis social, pero seguirá allí una buena temporada para recordarno­s que todo se está fragilizan­do. Hay que adaptarse. Hay que priorizar. A partir de ahora la correspons­abilidad pasa por asumir una conducta prudente, tolerancia ante la incertidum­bre y exigencia colectiva a fin de que la politizaci­ón inteligent­e de la economía –esta es la clave– permita renovar el maltrecho contrato social.

La cuidadora de una residencia tiene que regresar al trabajo, pero no sabe si podrá

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AGUSTÍ ENSESA
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