La Vanguardia

Dimisión

- David Carabén

Abuen seguro, quien estableció el estándar a la hora de presentar una dimisión como un acto ennobleced­or, de generosida­d hacia la causa que defiendes, fue el patricio romano Lucio Quincio Cincinato. Después de una inesperada derrota militar contra los ecuos, en el año 458 a.c., un grupo de senadores acudió a buscarlo a la granja donde vivía retirado de la vida pública para nombrarlo Magister Populi. Es decir, para concederle todo el poder de Roma. De inmediato aceptó el encargo y en cuestión de horas reunió a un ejército en el Campo de Marte para encontrars­e con el enemigo en la batalla del Monte Algidus. En tan solo 15 días doblegó a ecuos y les perdonó las vidas a cambio de que se sometieran a Roma. Acto seguido, renunció al título que le confería una autoridad cuasi absoluta para volver a la granja.

Inmortaliz­ado en la Historia de Roma ,de Tito Livio, el ejemplo de liderazgo, servicio al bien común, virtud cívica, humildad y modestia de Cincinato inspiró la célebre dimisión de George Washington como comandante en jefe del ejército americano, el 23 de diciembre de 1873, y su retorno a la vida civil, en Mount Vernon, después de haber resuelto triunfalme­nte la revolución americana contra el imperio británico.

Es en virtud de esta tradición despampana­nte que, de manera involuntar­ia, y ya casi inconscien­te, otorgamos al acto de dimitir un prestigio que no siempre se correspond­e con la circunstan­cia. Algunos de nuestros líderes cuentan con él y, con la vergonzant­e complicida­d

Bartomeu no dimite; peor todavía: no asume el último ejercicio de responsabi­lidad de cualquier líder digno y lo traspasa a Messi

de algunos medios, recurren a él, como quien chapotea en un antiquísim­o riachuelo de agua cristalina hasta convertirl­o en un charco turbio de lodo. Confían en que, por el simple hecho de pronunciar la palabra “dimisión”, de manera automática otorgaremo­s al potencial dimisionar­io el halo de un abnegado líder con capacidad de sacrificio. Pero claro, no lo hacemos. Primero, porque para ser merecedor, antes tienes que dimitir. Y Josep Maria Bartomeu no dimite. Peor todavía: en lo que debería ser el último ejercicio de responsabi­lidad individual de cualquier líder digno, tampoco lo asume, sino que se lo quita de encima y, una vez más, lo traspasa a Messi, como si no fuera precisamen­te por esta carga excesiva de funciones que no les correspond­ían que, primero, quemó a Guardiola, y ahora quema a Messi.

Todo el mundo sabe que Bartomeu y su grupo no dimiten por temor a tener que avalar, con sus patrimonio­s personales, los resultados negativos de las cuentas que tendrían que presentar si salen sin vender antes caza mayor. Es decir, tienen miedo a ser víctimas del monstruo que ellos mismos crearon contra la junta anterior. Para no hacerlo, antes dilapidará­n el futuro deportivo del Barça, dejando que se marche la estrella que les servía de guía.

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