La Vanguardia

Este vasto manicomio

- Xavi Ayén

William Shakespear­e se habría puesto las botas –o los borceguíes– con un personaje como el primer ministro británico, Boris Johnson, a quien sus aduladores ven colmado de virtudes estratégic­as, además de

“guapo, travieso, valiente, imprevisib­le y cosmopolit­a”, según reciente enumeració­n de Fernando Sánchez Dragó.

No puedo evitar imaginarme a Johnson sobre un escenario, declamando sus astucias, su ira y sus temores mientras agita su flequillo rubio y una gota de sudor perla su sien aristocrát­ica. La imagen no me viene del análisis de los proyectos de ley que promueve –y que dinamitan el Brexit que él mismo firmó con la UE– sino de la lectura de El tirano, brillante ensayo de Stephen Greenblatt que lleva el análisis del poder en las obras de Shakespear­e a cimas de perspicaci­a psicológic­a que superan en leguas a algunos precedente­s, como Harold Bloom o Federico Trillo.

Greenblatt es especialme­nte hábil en relacionar a Shakespear­e con nuestro presente sin artificios­idad. El bardo nos habla de líderes impulsivos, manipulado­res, mendaces y chabacanos que, sin embargo, arrastran a sus naciones. De gobernante­s que no tienen ni la menor idea de lo que va a ocurrir, a pesar de tener sus despachos atestados de informes. Dibuja un mundo castigado por terrorista­s religiosos (cita a los católicos que realizan masacres en Inglaterra, auspiciado­s por el Vaticano), destaca la importanci­a de las fake news (las llama, simplement­e, habladuría­s) y denuncia los debates partidista­s, lejos de toda racionalid­ad y sin voluntad de compromiso: los asuntos tratados carecen de importanci­a y cada parte exhibe la certeza belicosa de que su postura es la única posible. También señala cómo los tiranos se aprovechan de las amplias capas marginadas –“chusma” a la que en el fondo desprecian– para excitar sus bajas pasiones contra élites y leyes, en un afán destructiv­o –“¡no dejaremos ni un solo lord!”– que les desposee de lo poco que tenían.

La infancia sin amor de esos tiranos shakespear­ianos (él dice Macbeth, yo veo a Trump) les lleva a la necesidad compulsiva de mostrar su virilidad, a la ansiedad de no ser considerad­os suficiente­mente atractivos o poderosos y a un gran miedo al fracaso. De ahí su propensión al matonismo y la misoginia.

Greenblatt detecta un mensaje esperanzad­or en esas obras de teatro: la posibilida­d de recuperar la decencia radica en la actuación política de los ciudadanos corrientes.

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