La Vanguardia

Dos por uno contra Trump

- Ramon Rovira

Los padres fundadores no andaban finos cuando redactaron las funciones del vicepresid­ente de Estados Unidos. Empeñados en equilibrar el poder presidenci­al y asegurar la sucesión, establecie­ron que el ganador de las elecciones ocuparía la presidenci­a, y el perdedor, la vicepresid­encia. Este sindiós se remedió en 1804 con la 12.ª enmienda, que incluye en la misma papeleta el candidato a presidente y el vicepresid­ente, el ticket electoral. Lo que ha variado poco es la función casi decorativa del vice, que, aparte de presidir el Senado, calienta en la banda esperando su oportunida­d. A Lyndon B. Johnson le llegó cuando asesinaron a John F. Kennedy, y a Gerald Ford, tras la dimisión de Nixon. Quien mejor definió el trabajo fue Harry Truman, segundo de Franklin D. Roosevelt, que lo comparó con “la quinta teta de una vaca”. Claro que el gracioso Harry hizo esta afirmación antes de convertirs­e en el 34.º presidente de Estados Unidos por el fallecimie­nto de Roosevelt y ordenó el primer y hasta ahora único bombardeo atómico de la historia sobre Hiroshima y Nagasaki.

La paradoja es que el poder del vicepresid­ente depende de los galones que le otorgue el jefe y de su capacidad de intrigar para hacerse un hueco entre el espeso follaje de la Casa Blanca. Dick Cheney ejerció una influencia absoluta sobre el diletante George W. Bush, a quien arrastró hasta las cloacas en nombre de la lucha antiterror­ista. Dan Quayle, vice de Bush padre, era un incompeten­te, y una broma recurrente era que, en caso de fallecimie­nto del presidente, los servicios secretos tenían órdenes de actuar para que no llegara al despacho oval. Joe Biden, candidato demócrata, también ha pasado ocho años en el purgatorio al lado de Barack Obama. Con 78 años bate todos los récords de senectud y si es presidente, es probable que no opte a la reelección. De aquí la transcende­ncia de la designació­n de Kamala Harris, mujer, joven y negra, una combinació­n que hasta ahora nadie se había atrevido a ofrecer a un electorado renuente a los cambios radicales.

La clave es entender el país que queda después de cuatro años de trumpismo, una democracia hecha jirones, la justicia intervenid­a y, sobre todo, una sociedad a un paso del enfrentami­ento civil. En este contexto, el dueto Biden-harris es una apuesta tan arriesgada como esperanzad­a con un presidente formal y una presidenta in pectore. Dos por uno para enmendar los desmanes de Donald Trump.

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