Saló Diana
El Ayuntamiento de Barcelona acaba de publicar un librito sobre el Saló Diana –Saló Diana (1977-78). El fantasma del paraíso barcelonés– que firman Montse Badia y Mario Gas. De hecho se trata de una larga conversación de Montse Badia con Mario Gas, el que fuera, junto a Carlos Lucena (1925-1995) y Albert Dueso (1952-2007), “uno de los impulsores y catalizadores principales del Diana”. El libro se enriquece con el testimonio de algunas personas que participaron también en la experiencia: Juanjo Puigcorbé, Ricard Borràs, Carme Elias, Vicky Peña, Pau Riba, Nazario Luque y Sílvia Munt, así como con un “material clave” de la historia del Saló Diana: carteles, fotografías, programas de mano, correspondencia, contratos y planos arquitectónicos procedentes de distintos archivos, en especial del de Agnès Lucena, la hija de Carlos.
En la introducción a la extensa conversación con Mario Gas, Montse Badia escribe: “Recuperar la memoria del Saló Diana significa recuperar la experiencia de un caso de autogestión teatral, que respondía a la necesidad de profesionalización del sector”. Y añade: “Y si constatamos la precariedad que ahora mismo acompaña al sector cultural” (¿se refiere a la pandemia?), “parece que, más que abrir un camino, en realidad fue simplemente un paréntesis”.
El Saló Diana –el Diana era un viejo cine situado en el número 85 de la calle Sant Pau– surge tras la muerte de Franco, en los inicios de la transición, fruto de los movimientos asamblearios que tenían lugar en el local de los sindicatos, en la Via Laietana, y que finalizaban de madrugada. El Saló Diana es hijo del Grec 76 y de la Assemblea de Treballadors de l’espectacle (ADTE), surgida de la escisión de la Assemblea d’actors i Directors (AAD). “Fue singular –leo en el librito– porque reunió a un grupo muy diverso: jóvenes que estudiaban en el Institut del Teatre, personas procedentes del teatro independiente y universitario, actores con una carrera profesional clásica más consolidada; algunas estaban vinculadas a la CNT o eran ácratas y otras simplemente eran inclasificables. Su riqueza residía precisamente en esta diversidad: la de sus miembros y su programa, con una gran variedad de contenidos (que incluyeron desde el Living Theatre hasta Shakespeare, las Jornades Llibertàries Internacionals, conciertos de rock & roll, representaciones de los Indios Yaquis, baile o proyecciones de películas como El fantasma del paraíso o Los tres mosqueteros, con amplitud de horarios, con sesiones de mañana, tarde, noche y madrugada, y diversidad de públicos”.
Yo viví muy de cerca la breve historia –18 meses– del Saló Diana, desde su nacimiento hasta su desaparición. Cuando nace, yo soy un crítico teatral, el único crítico teatral que acude a las reuniones asamblearias en el edificio de los sindicatos y toma la palabra y defiende el Grec del 76 frente a Jaume Melendres, que no lo ve con buenos ojos. Un crítico teatral que carece de carnet de periodista –jamás lo tuve– pero posee uno de miembro de la CNT-FAI. Un crítico más cercano a la Assemblea de Treballadors de l’espectacle que a la Assemblea d’actors i Directors. Una cercanía que nos hará acreedores –a mí y a mi querido compañero y colega Josep Maria Loperena– del cariñoso calificativo de botiflers. Y cuando desaparece el Saló Diana –en el otoño de 1978– me pilla en el Ayuntamiento, como responsable de la delegación de Cultura y, según los autores del librito, responsable del cierre, de la desaparición del Saló Diana. Toma castaña.
Pues sí, en la primavera de 1978, el alcalde de Barcelona, mi buen amigo y compañero de facultad (Derecho) José María Socias Humbert, me pide que me haga cargo de la delegación de Cultura –la actual delegada, una chica Beltran, hermana de
Emma Cohen, deja el cargo por razones personales–. “Serán sólo unos meses, de mayo del 78 a abril del 79, en que hay elecciones”, me dice José María, que no piensa presentarse a estas. Le digo que sí y me convierto en el último delegado de Cultura de los ayuntamientos predemocráticos, con un carnet de la CNT-FAI.
Mi primera relación como responsable de la cultura municipal con el Saló Diana es a raíz del estreno en aquella sala de Loreta Strong del argentino Copi, “un éxito brutal”. La delegación de Cultura es quien financia la visita del cómico a nuestra ciudad. El librito de Montse Badia y Mario Gas no dice ni pío sobre el particular, pero en un anuncio del espectáculo publicado en el Avui y reproducido en el librito leemos: “Amb el patrocini de la delegació de Cultura de l’ajuntament de Barcelona”. Y la última, en octubre de 1978, es una reunión de la delegación con Carlos Lucena y Mario Gas en la que se estudia la posibilidad de que el Ayuntamiento se haga cargo de la ampliación y consolidación del Saló Diana. Cantidad prevista: 25 millones de pesetas. Al poco de filtrarse la noticia de dicha reunión, el propietario del viejo cine Diana se pone en contacto con la delegación de Cultura para comunicarle su intención de no renovar el contrato de alquiler con los responsables del Saló Diana. Y poco después se presenta una abogada, del PSUC, que nos hace saber que sus clientes, empleados del Saló Diana, piensan querellarse con los responsables del teatro por equis cantidades, sueldos que estos les adeudan. Tras comunicárselo al alcalde, este me hace saber que no quiere líos con el PSUC, que detenga la negociación hasta que los responsables del Saló Diana hayan resuelto sus problemas con sus empleados. Y aquí acaba la relación de la delegación de Cultura con el Saló Diana. Si la señora Badia me hubiese llamado –en el Ayuntamiento tienen mi teléfono– con mucho gusto se lo hubiese contado. En el librito doy con un recorte del Tele/expres en el que se lee que Rafael Pradas (PSUC), mi sucesor en la delegación, “quiere revitalizar el Diana y crear un auditórium”. Nunca más se supo.
El alcalde Socias me hizo saber que no quería líos con el PSUC y que detuviera la negociación con el Diana