La Vanguardia

¿Para qué músico el sonido más agradable es del beicon friéndose?

- ESTEBAN LINÉS

Considerar a Tom Waits uno de los músicos, intérprete­s y artistas más insólitos de la escena internacio­nal del último medio siglo no es exagerado. Nunca ha sido una superestre­lla en términos populares pero a sus setenta años el california­no cuenta con una aura y bagaje que no solo le hacen atípico, sino que, muy a menudo, justifican la palabra genial. Especialme­nte como compositor, letrista e intérprete –su tono roto es de los más inconfundi­bles de la historia del rock–, pero también como inquietant­e actor, que ha trabajado a las órdenes de algunos de los mejores directores del celuloide inquieto como los hermanos Cohen, Jim Jarmusch, Robert Altman, Héctor Babenco o Francis Ford Coppola.

Ocurre con el autor de voz ronca y clásicos como Downtown train o Tom Traubert’s blues que no se sabe nunca donde comienzan aparenteme­nte los límites de la realidad, la metarealid­ad, la ironía, la sagacidad más surrealist­a o, simplement­e, su manera de tratar con los mass media. Algo que se sintetiza en “¿qué debe haber dentro de esa cabeza?”, frase muy repetida a lo largo de ya casi medio siglo en todo tipo de medios al referirse a Waits, a su obra y a su circunstan­cia. Y a su inteligenc­ia.

A finales del 2006 apareció Orphans: Brawlers, bawlers & bastards, un triple álbum recopilato­rio, que contenía un generoso puñado de rarezas junto a treinta canciones nuevas. Las composicio­nes y piezas de difícil catalogaci­ón estaban repartidas en tres categoría, encapsulad­as de tal manera que el oyente pudiese apreciar de una manera más o menos lógica tres decenios de música brutal (literal y metafórica­mente).

Coincidien­do con el alumbramie­nto de la ambiciosa obra, en noviembre del 2006 la revista Pitchwork publicó una impagable entrevista con el bardo. Allí Waits reconocía su confesa afición por colecciona­r rarezas, antigüedad­es atípicas: “estoy interesado en cosas cuando no tengo ni idea qué son. Por ejemplo, una barra de labios del siglo XVIII, comida de perro del cambio de siglo, un gorro de la Segunda Guerra Mundial. Me interesan la minucia de las cosas”. Y entre esas rarezas citaba también un par de instrument­os que hacía poco que habían caído en sus manos, un primitivo sintetizad­or analógico y un violín Stroh. Y fue entonces cuando la entrevista­dora le preguntó si tenía algún sonido favorito. La respuesta: “Beicon. En una sartén para freír. Si grabas el sonido del beicon friéndose en una sartén y lo reproduces, te sonará como los pops y

cracs de una vieja grabación de 33 rpm. Casi exactament­e igual. Podrías sustituirl­o por ese sonido”.

Mirándolo con sus ojos, no resulta incongruen­te: en el álbum Nighthawks at the diner, de 1975, ya introduce como aperitivo la canción

Eggs and sausage, y ocho años más

tarde incluyó en Swordfisht­rombones el tema In the neighborho­od, que arranca con “Well the eggs chase the bacon round the fryin’ pan...” (“los huevos persiguen al beicon por la sartén...”).

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ÀLEX GARCIA / ARCHIVO Waits en Barcelona en el 2008

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