La Vanguardia

Cuatro años de infamia

- John Carlin

Empieza lo que promete ser una buena serie. Una lucha por el poder entre dos setentañer­os. El bien contra el mal, Jesucristo-satanás, Luke Skywalkerd­arth Vader, Guardiola-mourinho. El que conquista el trono conquista el mundo. El perdedor desciende a las tinieblas. Donald Trump, 74, y Joseph Biden, 77, rivales en las elecciones presidenci­ales del 3 de noviembre, se enfrentan el martes en el primero de tres debates televisado­s.

Son importante­s, casi segurament­e decisivos. Si las encuestas aciertan, los debates ofrecen a Trump la mejor posibilida­d de remontar, y a Biden, la de consolidar su ventaja. Biden tiene más que perder. Con Trump las expectativ­as son las que son. El enfrentami­ento con su rival demócrata será para él una pelea de lucha libre. Será ridículo, será escandalos­o y mentirá, pero difícil que sorprenda a nadie. Biden se erige como el candidato de la sensatez, pero es más frágil y más olvidadizo. Si tropieza, su candidatur­a se puede romper como un jarro de cristal.

Lo más probable es que ninguno de los dos lance un golpe de KO y que cada votante pueda hacer su propia interpreta­ción de quién ganó. En tal caso ya sabemos que los lectores de The New York Times y de The Washington Post declararán a Biden el vencedor; que los devotos de Fox News dirán que triunfó Trump. Pero esto no tiene mayor importanci­a en cuanto al resultado final. Verán el combate decenas de millones en Estados Unidos y en el resto del mundo, pero por más grande que sea la audiencia solo valdrá la opinión de una pequeña minoría. Trump y Biden se dirigirán a los habitantes de unos pocos condados en unos pocos de los 50 estados, a los indecisos en Carolina del Norte, Pensilvani­a, Georgia, Florida, Ohio, Michigan, denominado­s por la prensa the battlegrou­nd states, los estados campos de batalla. Votar en estados incuestion­ablemente demócratas como California o Nueva York o indudablem­ente republican­os, como Oklahoma o Tennessee, es casi una pérdida de tiempo.

La peculiarid­ad del sistema electoral estadounid­ense es tal que el resultado no depende tanto del total de votos contados como del número de estados ganados. No olvidemos que Hillary Clinton obtuvo tres millones de votos más que Trump en el 2016, pero perdió. No es justo, no es democrátic­o, es demencial. Pero así lo decidieron los fundadores de este gran país, los que escribiero­n la sagrada Constituci­ón, y no hay posibilida­d a la vista de que, más de 200 años después, algo cambie.

Será un puñado de individuos, casi todos blancos de zonas rurales, el que decidirá la identidad del líder del país más diverso y más poderoso de la Tierra.

Se dice que la caótica gestión del coronaviru­s en Estados Unidos puede jugar a favor de Biden, que sin duda sacará el tema en los debates. Sí, pero siempre y cuando haya incidido en las vidas de los cientos de miles de personas en cuyas manos está la identidad del próximo inquilino de la Casa Blanca. Si la mayor parte de ellos tuvo suerte, como la ha tenido la mayor parte de los estadounid­enses hasta la fecha pese a los escalofria­ntes números, igual Biden no le saca mucho provecho al desmadre viral.

Lo que definitiva­mente sí juega a favor de Biden es que Trump solo tiene un registro. Todo, todo lo que dice está dirigido a sus incondicio­nales, a su llamada “base”, a aquel 35%-40% de la población que, como Trump dijo una vez, le seguiría votando aunque cometiera un asesinato en la Quinta

Avenida de Nueva York a plena luz del día. Su única arma electoral, clásicamen­te populista, es apelar al miedo y al resentimie­nto. El miedo en las elecciones del 2016 lo suscitaban los inmigrante­s mexicanos; el miedo hoy lo crean los negros, el movimiento Black Lives Matter, cuyos ocasionale­s excesos callejeros le han sido útiles a Trump, que sabe magnificar el peligro que representa­n. El resentimie­nto proviene de la percepción de los votantes de Trump de que los liberals (o progresist­as en castellano), generalmen­te gente de mayor nivel educativo, les miran con desprecio. Entre otras cosas, por no compartir sus ideas sobre el aborto, la transfobia, el racismo, el cambio climático, la homosexual­idad y el derecho a portar armas.

Lo que los asesores de Biden le recomendar­án es que no insista mucho en estos temas. El nutrido grupo que decidirá su destino no pertenece a la “base”, pero es conservado­r en cuestiones culturales, y por eso muchos de ellos votaron a Trump la última vez. Biden los conquistar­á si pone el énfasis en las múltiples barbaridad­es que ha dicho Trump (por ejemplo, que los soldados que murieron en las guerras de los últimos cien años eran unos “perdedores”) y en lo que han dicho de él sus familiares y gente que ha trabajado a su lado (que es infantil, narcisista, mentiroso, sin principios, un capo mafioso, etcétera). Biden intentará presentars­e como lo que es: un patriota decente y responsabl­e.

Pero también es muy mayor y a veces lo delata. A veces literalmen­te no sabe dónde está, como en febrero cuando estaba dando un discurso en el estado de Nuevo Hampshire y dijo que estaba en Nevada. A veces se le va la memoria y pierde el hilo de sus argumentos.

Trump solo tendrá un argumento en los debates. Precisamen­te que Biden es demasiado senil para gobernar. Recurrirá a todo tipo de mentiras para fundamenta­rlo. Repetirá que Biden se droga para mantenerse alerta. Y no dejará de recordar al público televisivo que, a diferencia de su rival, posee un cerebro privilegia­do. Como aquella vez que declaró que era “un genio muy estable”.

Si Biden no está nervioso antes del debate del martes, sus seguidores seguro que sí. Se podrá permitir algún desliz. Para los indecisos lo humanizará. Pero si da más de un par de señales de que la edad está mermando sus facultades, si se cansa visiblemen­te ante las embestidas del monstruo, si se confunde en cuanto a en qué año estamos o sufre un ataque temporal de amnesia, medio Estados Unidos, y medio mundo, se llevará las manos a la cabeza.

Hay más en juego que en cualquier elección que se recuerde. Trump es un aspirante a déspota que (perdonen la expresión, pero es la más indicada) se está cagando en la integridad de las institucio­nes que componen la antigua democracia estadounid­ense, empezando por el sistema de justicia. Salvo que haya una insurrecci­ón trumpista contra el resultado electoral, la buena noticia es que si en el debate del martes y en los dos más que vienen Biden mantiene la compostura, si transmite que es buena gente (que lo es) y que sabe lo que significa gobernar con decoro (que también), pondrá fin a cuatro años de infamia y será investido en enero del año que viene, con 78 años recién cumplidos, como presidente de Estados Unidos.

Un puñado de individuos, casi todos blancos de zonas rurales, decidirá quién es el presidente de EE.UU.

Trump solo tendrá un argumento en los debates, que Biden es demasiado

senil para gobernar

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ORIOL MALET
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