La Vanguardia

Joven, bonito y muerto

- Ramon Rovira

Vive rápido, muere joven y deja un bonito cadáver”, dicen que dijo James Dean antes de estrellar su Porsche 550 contra un poste en Paso Robles, en California. El obituario norteameri­cano rebosa de ejemplos que exprimiero­n la fama hasta encubrir con su trágico destino una trayectori­a tenebrosa.

La lista de políticos es escueta quizás porque el oficio precisa de una maceración más lenta antes de alcanzar la cúspide. Pero si alguien cumple el aforismo es John F. Kennedy (JFK), el carismátic­o presidente que a los 43 años ocupó el despacho oval y fue asesinado en Dallas antes de completar su primer mandato. La tragedia ha encumbrado el mito al tiempo que difuminaba las sombras de su presidenci­a, sobre todo los torticeros senderos que le llevaron hasta la Casa Blanca. Las elecciones presidenci­ales de 1960 enfrentaro­n el joven Kennedy con el taimado Richard Nixon, el demócrata católico contra el republican­o vicepresid­ente saliente. Kennedy se impuso por sólo 118.000 votos sobre los 68 millones de sufragios emitidos, una diferencia pírrica y sospechosa. Hay indicios que apuntan a Joe Kennedy, enriquecid­o en los tiempos de la ley seca, como el cerebro que movió los hilos para que su amigo el mafioso Sam Momo Giancana manipulara las votaciones en distritos clave como Chicago a favor de su hijo. A pesar de todo, Richard Nixon aceptó la derrota y concedió la victoria a Kennedy, en parte por responsabi­lidad institucio­nal y, sobre todo, porque enfrentars­e a la mafia no le parecería un buen negocio.

En los comicios del 2000, la contienda George W. Bush-al Gore no se resolvió la noche electoral, sino varias semanas después, cuando el Tribunal Supremo no autorizó un nuevo recuento de votos en el estado de Florida y dio la victoria al aspirante republican­o. Al Gore obvió la duda razonable de imparciali­dad que suponía que el gobernador del estado en disputa fuera hermano de su oponente y reconoció el triunfo de Bush hijo.

Esta fórmula de aceptación del resultado que emana del colegio de compromisa­rios es la piedra angular donde se asienta el artesonado constituci­onal de Estados Unidos. De aquí la gravedad de las amenazas de Donald Trump asegurando que no reconocerá el resultado del 3 de noviembre si no es el ganador. Un temor agrandado cuando trata de cubrir en tiempo récord la vacante de la juez Ginsburg con una candidata afín en el Tribunal Supremo, quizás la instancia que tenga la última palabra sobre quién será el próximo presidente de Estados Unidos.

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