La Vanguardia

Juliette Gréco

- JOAN DE SAGARRA

Se murió, se me murió, se nos murió Juliette Gréco. Se murió el pasado miércoles, en su casa de Ramatuelle, a dos pasos de Saint-tropez. Tenía 93 años. Su último concierto –su concierto de despedida, “Merci”, como le llamaba ella– se detuvo hace cuatro años, cuando Juliette sufrió un ictus. Acababa de perder a su única hija, Laurencema­rie, y dos años después perdería a su marido, su último marido, el bueno, el simpático de Gérard Youannest, el que fuera pianista de Jacques Brel.

Me enteré de su muerte gracias a una emisora francesa que suelo escuchar por las noches, en la cama. Al día siguiente pillé un taxi y me fui al quiosco de la plaza Macià a por la prensa extranjera. En el Libé, la foto de Juliette ocupaba toda la portada. Era una foto en la que se la veía de espaldas, subiéndose la cremallera de su disfraz –¿de su mortaja?–, aquel célebre traje negro, negro del cuello a los pies, con que solía salir al escenario. “Juliette Gréco, nous vous aimions…”. En las cuatro páginas que el periódico le dedica destaca un artículo, firmado por Clément Ghys, en el que se lee: “La chanson française avait deux dames en noir, il n’y en avait plus qu’une depuis la mort de Barbara en 1997. Cette obscurité qui, comme chez la longue dame brune, marchait avec un sourire et un pétillemen­t frequent, rappelait ce que Gréco avait été, ce qu’elle est sans doute encore: un souvenir. De quoi? D’un autre temps qui semble aujourd’hui compléteme­nt révolu”. Révolu, pasado, caduco, anticuado. Y acto seguido el periodista cita los nombres Prévert, Merleau-pointy, Sartre, Beauvoir, Brel, Brassens, Maurice Fanon, Boris Vian, Serge Gainsbourg, Joseph Kosma, Etienne Roda-gil, “unos personajes que”, escribe el periodista, “parece casi sorprenden­te que alguien que ayer todavía era nuestra contemporá­nea (es decir, la Gréco), haya podido cruzarse con ellos y compartir mesa en el Flore” (el famoso Café de Flore, el café de los existencia­listas y de otras diversas y curiosas parroquias, en Saint-germain-després. Todavía existe).

¿La Gréco un souvenir, un recuerdo? Cuando la oigo cantar aquello de “Je suis comme je suis. / Je suis faite comme ça / Quand j’ai envie de rire / Oui je ris aux éclats / J’aime celui qui m’aime / Est-ce ma faute à moi / Si ce n’est pas le même / Que j’aime à chaque fois”, el recuerdo me devuelve a aquella preciosa muchacha sentada con sus amigos en la terraza del Flore, en el estío de 1947; una chica de 21 años –yo tenía 9-–que me sonríe y me llama Juanito (el maître le había contado que era el hijo de un poeta español y a ella en vez de llamarme Jean-pierre, como todos los demás, le dio por llamarme Juanito). No volví a verla hasta mediados de los cincuenta –la Gréco empezó a cantar en 1949–, cuando actuó en el Rigat (ya no existe), donde hoy se alza El Corte Inglés (perdón, El Tall Britànic) en la plaza Catalunya. Me llevaron mis padres y cuando la Gréco, al final de su actuación, pidió al público si deseaba escuchar alguna canción en especial de su repertorio, yo me puse a gritar: “¡La fourmi, la fourmi!”. La fourmi, la hormiga, una canción, un poema, muy breve, de Robert Desnos. Y me la cantó. Luego fuimos a saludarla al camerino y la Gréco le dijo a mi madre: “Sigue siendo el mismo Juanito del Flore”.

¿La Gréco un recuerdo? ¿Y yo qué coño soy contándole­s cosas de aquel Juanito que uno de esos días va a decir merci, a darles las gracias y a retirarse a una playita de Alicante a que le llegue su hora? Desde que llevo escribiend­o artículos en los periódicos –empecé en el 62, en París y en francés–, habré escrito veintitant­os artículos sobre Juliette Gréco (el último, el pasado año, en esta terraza), sobre ella, sobre sus canciones, sus películas, sus memorias… y habré coincidido con ella en diversas ocasiones, casi siempre en París. La última vez que almorcé con ella fue en Chez Lipp –frente al Café de Flore–, en 1999. Juliette me llamó para hablarme de su barrio, de nuestro barrio. A la sazón, la cantante era la presidenta de SOS Saint-germain-des-prés, un grupo de artistas, escritores, germanopra­tinos de pro, gentes que, en definitiva, estaban en contra de la desaparici­ón del drugstore, ocupado hoy por Giorgio Armani; de la tienda de discos de Raoul Vidal (allí compré yo mi primer disco de la Gréco) ocupada por Cartier, y de la desaparici­ón de la librería Le Divan, ocupada por Dior. Estaba claro que Juliette defendía su barrio, su memoria, sus recuerdos. Yo no lo veía muy claro. En esas llegó el postre, el famoso milhojas de Chez Lipp –que hay que pedirlo nomás llegar, porque se acaba en un santiamén–, el café, la copita de alcohol de frambuesas y Juliette y un servidor soltamos una carcajada. “Somos, le dije, dos germanopra­tinos del 47 –ella del 45–, pero con drugstore o con Armani, con Raoul Vidal o con Cartier, con Le Divan o con Dior, todavía nos quedan otros SOS. Como cuando Athos habitaba en la calle Férou, Porthos en la del Vieux-colombier, Aramis entre las calles Cassette y Servandoni… Antes de que un tal barón George Eugène Haussmann lo mandase todo al carajo, o casi”.

¿Qué es la memoria sin aquel olor, aquel sabor, aquel mordisco, aquellas páginas amarillent­as de un libro o aquella vieja película en blanco y negro (Paisà de Roberto Rossellini) que Juanito vio en el cine Bonaparte mientras le sangraba la nariz? ¿Qué es la memoria sin la voz de Juliette cantando “Je suis comme je suis. / Je suis faite comme ça”?. Te quiero, Juliette. À bientôt.

¿Qué es la memoria sin la voz de Juliette cantando “Je suis comme je suis. / Je suis faite comme ça”?

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PIERRE GUILLAUD / AFP La cantante Juliette Gréco, en una actuación en el Palais des Congres de Paris en 1979
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