La Vanguardia

El sermón del Niño de Elche

El Lliure abre la temporada con dos montajes que enfrentan de forma directa los meses de pandemia, desde el dolor y la soledad de los enfermos hasta la catarsis

- Justo Barranco Barcelona

Tras medio año de zozobra y de miles de muertes, resulta imposible iniciar la actual temporada teatral como si nada hubiera sucedido. No es que no haya clásicos que pudieran funcionar, desde el absurdo de la existencia del Esperando a Godot al siempre efectivo Edipo Rey, una obra sobre el autoconoci­miento que, después de todo, está ambientada en la peste de una ciudad. Pero en estos momentos hay necesidad de hablar de aquí y ahora desde aquí y ahora. El Teatre Nacional abrirá esta semana temporada evocando el Decamerón de Boccaccio y Pasolini y su peste pero a través de diez textos contemporá­neos. Y el Teatre Lliure ha arrancado ya este fin de semana su temporada con dos propuestas que miran de frente al coronaviru­s de manera muy distinta: una obliga a los espectador­es a recorrer la topografía del dolor de estos meses; la otra, propone un ritual laico con aspecto muy religioso en el que el oficiante es el poco ortodoxo flamenco Niño de Elche.

En la primera de ellas, Mi nombre es alguien y cualquiera, creada por Laura Vago y María Zaragoza, no hay aplausos: no hay lugar para ellos tras la experienci­a. Los espectador­es, en grupos de ocho, entran por una puerta lateral del Lliure que parece dirigirlos a un búnker. Un recorrido que comienza vistiendo a los espectador­es con batas de plástico blancas y guantes azules, además de las preceptiva­s mascarilla­s, como si fueran médicos... aunque más bien acaban como pacientes. Con actores como Pol López, Chantal Aimée u Oriol Guinart, el pequeño grupo de espectador­es se adentra en las entrañas del Lliure durante media hora en un mundo de sirenas, médicos y enfermos. Y de políticos que emplean un lenguaje bélico como si se tratara de una guerra en la que prometen sudor y lágrimas para la victoria. Un recorrido en el que se impone la soledad de los aislados y los mensajes que intentan enviar a sus seres queridos. Y que deja al espectador silencioso.

El segundo espectácul­o con el que ha abierto el Lliure –ambos se pueden volver a ver hoy– es Noli me tangere (No em toquis), la frase de Jesús a María Magdalena tras su resurrecci­ón. Y realmente el espectácul­o es una misa con bienaventu­ranzas, padrenuest­ros y letanías varias –todo laico– en la que el Niño de Elche es el sumo pontífice. En un espacio desnudo que cambia de color el cantaor ocupa el centro y a sus dos lados hay un coro de seis personas que se arrancan con unas bienaventu­ranzas que se meten con Trump, Ada Colau, el rey emérito y el propio teatro, demasiado burgués. Un teatro dormido que él quiere que despierte. Un teatro, el suyo, en el que introduce textos del poeta Ernesto Cardenal –“Toda persona es para otra persona. ¡Yo no soy yo sino tú eres yo! Uno es el yo de un tú o no es nada. ¡Yo no soy sino tú o si no no soy! Las personas son diálogo”– con los que juega el resto del coro, que acaba entonando una vibración, un zumbido que toma el teatro. El Niño de Elche a veces parece poseído, y no es descartabl­e que Max von Sydow hubiera intervenid­o frente a sus sonidos guturales. Luego, el rito se enfrenta a la letanía de los muertos y enfermos de la pandemia, y a la soledad de los enfermos: “Nadie se acerca a mi cama, ay, que estoy muertito de pena”, se arranca el cantaor, que acaba con la esperanza, por fin cantando –eso que esperaba el público desde el principio– por “el pueblo nuevo que va a nacer”. Grandes aplausos.

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SÍLVIA POCH El Niño de Elche en un momento del ensayo de Noli me tangere
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