Jugar. Ganar. Quejarse. Por este orden
La victoria suele tener muchos padres y de la derrota nadie quiere saber nada. Pero hay derrotas que salpican a discreción, de las que no se puede huir y ante las que todos deben dar la cara. Especialmente cuando te la han partido y te han sacado los colores. El 2-8 de Lisboa no cabe atribuirlo a un solo culpable, aunque cada uno tiene una ración distinta de responsabilidad en función de su rango, de su capacidad y de su salario. Por supuesto que al frente de la relación de daños debe estar el presidente Bartomeu, un dirigente en los estertores de su etapa y al que cabe reprocharle un papel preponderante en casi todos los incendios que campan a sus anchas por el club, como si fuera California o Australia.
Pero ni Bartomeu ni su equipo directivo saltaron al campo en Da Luz. Ni en Anfield. Ni en el Olímpico de Roma. Ni en el Juventus Stadium. Ni en el Parque de los Príncipes. Allí sí que estuvieron los futbolistas veteranos de la plantilla: los Messi, los Busquets, los Suárez o los Piqué. Cuando ganan se llevan los elogios más encendidos porque son los protagonistas y se los merecen sobradamente. De la misma manera cuando pierden no se pueden marchar de rositas. Al menos, que no ejerzan de pirómanos, que no aviven las llamas, que no se hagan más autogoles.
Que la directiva ha funcionado como el mejor delantero del equipo rival. Vale. Pues que ellos no hagan lo mismo. Si hace falta, que se tapen, que permanezcan en un plano más discreto, que se entrenen como nunca y que vuelvan a encontrar el camino de la victoria.
Cuando lo hagan, y no ante rivales de medio pelo en el Camp Nou sino en las grandes plazas, sería el momento ideal para sacar pecho y para pasar factura. Aunque estaría bien que incluso entonces pensaran más en el club que les paga, y bien, y menos en ellos mismos.