La Vanguardia

El más parisino de los japoneses

KENZO TAKADA (1939-2020) Modisto y pintor

- ÓSCAR CABALLERO

Kenzo Takada, “el más parisiense de los japoneses”, como lo calificó el ex primer ministro Laurent Fabius, en el 2016, al prenderle la insignia de caballero de la legión de honor, falleció ayer a los 81 años, en el prestigios­o hospital americano, de París, por las complicaci­ones derivadas de la Covid-19.

Nacido el 27 de febrero de 1939 en Himeji, se trasladó a Tokio, con poco más de 20 años, para estudiar moda en la prestigios­a universida­d Bunka Fashion College. Diploma en mano llegó a Francia, en barco, en 1964, “para pasar seis meses y regresar a Tokio con nuevas ideas y nuevos ánimos”, diría más tarde.

Pero la ciudad estaba ya en ebullición, con esa sed de novedades que desde 1958 en adelante aplicaría el término nouvelle tanto a la nueva ola cinematogr­áfica como a la cocina. Y la moda no era la excepción, con jóvenes creadores –Yves Saint Laurent, el veneciano Pierre Cardin, Paco Rabanne…– que ya pretendían envejecer a Christian Dior, cuya muerte temprana, por otra parte, despejó el camino a los aspirantes. Entre ellos, Kenzo Takada –con la fama perdería el apellido– destacó desde la apertura de su primera tienda, en 1970. Tan diferente en las pasarelas como en el Palace, la discoteca emblemátic­a de la década, siempre con su compañero Xavier de Castella –murió de sida en 1990–, Kenzo impone rápidament­e una especie de frescura poética, los colores acidulados, el mestizaje de Oriente y Occidente.

Sobre todo, fue fundamenta­lmente el mismo en el oficio y en la vida. Su mansión japonesa de la Bastilla, cuya gran cocina funcionaba casi como la de un restaurant­e, abierta para comidas de cuatro personas o cócteles-cena multitudin­arios, popularizó su jardín zen y la piscina interior. Era la versión íntima y pública del espíritu que animaba sus desfiles.

En ambos casos, una palabra clave: la fiesta. Esa que marcó sus coleccione­s en el propio Palace, en el castillo de Maisons-laffitte, en la escuela des Beaux Arts, en el Cirque d’hîver (el circo permanente inaugurado por la emperatriz Eugenia de Montijo), en la Bolsa de Comercio, en el Zenith de los rockeros…

Ahora eso parece natural, pero Kenzo, en eso como en tantas cosas, fue el primero. Sus maniquíes montaban caballos blancos, por ejemplo. Pero Kenzo también innova reemplazán­dolas por amigas –Grace Jones– o amigos como Guy Cuevas. Claro que lo importante era el contenido, esa modificaci­ón de los códigos de la moda en base a la profusión de colores y de flores, las asociacion­es inéditas. También sorprende cuando, sin que medie una colección, florece el Pont Neuf para celebrar el primer día del verano e instala un sembrado de amapolas en el atrio del Centro Pompidou.

Como todo es digno de celebració­n, en 1993, cuando vende su marca, es decir su nombre, a LVMH, primera multinacio­nal del lujo, lo festeja con estruendo. Más importante es la cita del 7 de octubre de 1999, porque al mismo tiempo abandona la casa Kenzo y conmemora sus tres décadas de carrera.

Sus nuevos intereses son la decoración, el diseño, la pintura. Y hay diseño en la paulatina organizaci­ón de sus despedidas. En el 2009, una fiesta colosal precede la venta de su casa de la Bastilla y la dispersión, en subasta, de su importante colección de arte.

Más fuerte aún: hace cinco años, su “Arigato Paris!” (gracias París) sintetizó su vida y su carácter. Allí reunió a sus primeros equipos, a todas sus modelos, a los cantantes, actores y actrices a quienes vistió, a los creadores de moda y los fotógrafos especializ­ados. Y a sus amigos, como esa encarnació­n de la mujer parisina que es Inès de la Fressange.

Fue el primer diseñador en hacer de la pasarela una fiesta y en reemplazar a las modelos por amigas

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TOBIAS HASE / EFE

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