Un paréntesis luminoso
La galería Marc Domènech reivindica el penúltimo periodo de Óscar Domínguez
“Soy casi feliz, trabajo mucho, pero el infierno de la civilización me llama a gritos negros...”. Este fragmento de una carta del artista canario Óscar Domínguez a su amigo Eduardo Westerdahl indica su estado de ánimo hacia el año 1951, justo un poco antes de entrar en su siniestro periodo final, el que le llevó al suicidio. En 1953 se agravaron sus problemas psíquicos y también la acromegalia, una enfermedad degenerativa. La perspectiva de ir sufriendo crecientes deformaciones corporales acabó de decidirle a hacer realidad lo que ya había pintado en un autorretrato del año 1933, donde aparecía su cara junto a un largo brazo que presentaba un sangriento corte a la altura de la muñeca. La noche del 31 de diciembre de 1957 decidió que no iba a ir a esa fiesta donde le esperaban amigos como Man Ray y Max Ernst, y que no viviría el año nuevo.
Quienes quieran encontrar en su pintura imágenes y señales de malos presagios, lo tienen fácil. Abundan en ella los martirios sadomasoquistas como Máquina de coser electrosexual (1934), así como un objeto que solía llevar consigo: el revólver. Y también hay indicios biográficos. Por ejemplo, en el mismo año 1952 pintó Le revolver e inició su decadente aventura o desventura con Marie-laure de Noailles, vizcondesa y digna descendiente del marqués de Sade, el sádico que, sin ser el primero, dio nombre a su conducta.
Hay identidades muy complejas y cambiantes. La vida de Óscar Domínguez a menudo pareció estar marcada por una pulsión destructiva que convivía con su faceta simpática. El fotógrafo Brassaï describía así a Domínguez: “Picasso tiene debilidad por esta especie de oso (...) Le gusta su espíritu vivaz y su humor negro y puede que también lo que hay de violento e inquietante en su sangre española. Este corpachón, aparentemente pacífico, oculta un demonio, y nadie está seguro cuando, con la colaboración del alcohol, se enfurece. (...) He visto a Domínguez blandir una navaja con el pulsador a punto o el revólver, creando el pánico y haciendo el vacío a su alrededor”.
La muestra que presenta en Barcelona la galería Marc Domènech hasta el 30 de octubre
–y Guillermo de Osma en Madrid desde el 12 de noviembre– se centra en los pocos años de serenidad y equilibrio que el pintor pudo disfrutar. Especialmente el trienio 1949-1951 fue una especie de paréntesis luminoso en su tormentosa trayectoria vital y artística.
Y este se debió a una cierta estabilidad emocional, al éxito crítico –el artista comprendido se calma como las fieras con cierta música–, y quizá también a una liberación de la influencia de Picasso y sus Minotauros sexuales y de ese surrealismo inspirado en el ya citado marqués. En 1949 habían desaparecido esos influjos que configuraron su obra en los años cuarenta y en los años treinta del siglo XX. El título de la exposición –El triple trazo– destaca una característica formal del periodo 1949-1952 que los textos del catálogo presentan como propia de Domínguez. Es cierto que la pintura de Domínguez en esta fase penúltima era muy personal, a veces con afinidades con Juan Gris y Braque. Sin embargo, Paul Klee había realizado ya en 1938 bastantes pinturas donde las líneas, rodeadas por un aura de pintura, como las riberas de un río, tenían un aspecto de trazo triple.
Aunque en esta muestra predomina el equilibrio y la claridad, abundan los híbridos y las fusiones surrealistas, los detalles ligeramente inquietantes, visibles por ejemplo en ese Frutero come-frutas de 1949, que tiene dientes, en la calavera de vaca asociada a El arquero, en los caballos que llevan espuelas –ellos, y no sus jinetes–, o en diversos retratos de animales psicológicos.
Una de las bestias más llamativas es un retrato de grupo familiar, el óleo La famille, de 1950. En él la familia aparece como un solo animal, que incluye a ese hijo que el artista no tuvo.
Brassaï: “Picasso tiene debilidad por esta especie de oso. Le gusta su espíritu vivaz y su humor negro”