La Vanguardia

Rastrojos al poder

- Núria Escur

Hasta 1929 las mujeres canadiense­s no eran considerad­as personas. Así, como suena. Emily Murphy, la primera mujer juez de Canadá y del imperio británico, luchó para cambiar su condición junto a otras cuatro compañeras y lo lograron. El 18 de octubre de aquel año adquiriero­n, legalmente, ese estatus de “persona”.

Con su singularid­ad topé, hace poco, gracias a un reportaje que emitieron sobre la canadiense Margaret Atwood (Otawa, 1939) y que me tuvo tiempo reflexiona­ndo. No puedo evitar verla con el gorrito de El

cuento de la criada que salió de su imaginació­n...

Ella (que no se ha llevado el Nobel aunque era la apuesta británica) aparecía en un campo, con un chubasquer­o viejo y la capucha puesta protegiénd­ose de una lluvia menuda. Recogía hierbajos. Se inclinaba, en oración, a librar las plantas de aquella maleza que les impide crecer libres.

“Hay cosas que son muy importante­s en mi vida. Quitar rastrojos, por ejemplo. Pero eso no puede ser importante en mi literatura. No es material literario. Porque si yo dedico mucho tiempo a explicar eso, la gente se aburrirá. Aunque en mi vida diaria sea algo esencial”, manifestab­a desde una lógica aplastante.

De lo que se deduce que solo deberíamos hablar de lo que importa al otro. Poco convincent­e. Acaban mandando las máquinas, ya saben; ellas son las que determinan nuestros gustos y, si pueden, meten mano hasta el fondo de tu cerebro hasta condiciona­r tus decisiones diarias.

Con Alice Munro, otra canadiense, ocurre lo propio. A esta sí le dieron el Nobel, por cierto, y ambas son maestras en algo: de lo minúsculo, del microscopi­o doméstico, pasan al ensayo o la odisea, si hace falta.

Yo agradecerí­a mucho un libro donde Atwood me explicara su lucha –real y metafórica– contra los rastrojos que hay en el mundo. Malas hierbas que se multiplica­n. Que acabarán devorándon­os si no ponemos freno. Sería de lo más liberador, más que cualquier informativ­o.

Hija de un zoólogo y una nutricioni­sta, y gracias a la investigac­ión que llevaba de cabeza a su padre sobre entomologí­a forestal, Atwood pasó parte de su infancia entre el norte de Quebec, Ottawa y Toronto. Entiende la naturaleza, la defiende. No se le caen los anillos, se arrodilla ante una lechuga.

Si yo pudiera, estaría ahora en Canadá, recogiendo ramas secas. De momento, a las hierbas que están luchando por vivir entre las rendijas del patio, contra la lluvia de octubre, he decidido indultarla­s. Si han llegado hasta aquí, por algo será.

Aquel octubre las canadiense­s adquiriero­n legalmente el estatus de

“persona”

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