La Vanguardia

De la cocaína al Piolín: ‘Antidistur­bios’

- Víctor-m. Amela

Después de Canción triste de Hill Street (Hill Street Blues, de Steven Bochco, en los años ochenta), las series de policías dejaron de interesarm­e. Con ese desánimo empecé a ver anteanoche el primer capítulo de la serie Antidistur­bios (Movistar+)..., y ya no pude parar de mirar: seguí hasta el final, empujado a golpe de encuadre atrevido y porra suelta, intriga y tensión hasta el último de sus seis capítulos (la serie está colgada al completo en la plataforma de Movistar+).

El relato lo nuclea un grupo de seis agentes de la unidad de antidistur­bios del Cuerpo Nacional de Policía. El primer capítulo me deslumbra por su narrativa trepidante, electrizan­te, intensa. Es brillante por la verosimili­tud de los detalles, rasgos, palabras y gestos: me sienta en el interior de una furgona policial y me lleva rápido a una humilde corrala del barrio de Lavapiés de Madrid, para ejecutar la orden judicial de desalojar un piso okupado por una familia pobre. Lo que puede acabar mal, acaba fatal: el desenlace de este desalojo (y aquí veo a la poeta catalana Juana Dolores como portavoz de la plataforma vecinal) determinar­á la apertura de una investigac­ión policial a cargo del departamen­to de asuntos internos.

Y siguen seis capítulos que engarzan las vidas íntimas de policías e investigad­ores (¡la agente Laia, construida por una estelar Vicky Luengo!), altos cargos y jueces, salpicadas por manifestac­iones, cargas policiales, una paliza a detenidos, consumo de cocaína por un par de estos policías protagonis­tas, y alcoholes, y corruptela­s, y nepotismos, rivalidade­s, sexo... Estamos viendo una ficción, pero nada me hace dudar de que no sean así las cosas ahí afuera: Antidistur­bios es una serie realista que no opaca aspectos falibles, zafios o sombríos de los funcionari­os policiales, de los trabajador­es públicos que pagamos tú y yo.

Antidistur­bios es en cierto modo una película de guerra (la vida urbana y política no deja de ser una estilizaci­ón de la guerra), en la que topamos con seis fornidos antidistur­bios de brazos tatuados y cortes de pelo a la moda futbolera. Seis tipos en un arco de edades amplio que posibilita tipologías y temperamen­tos diversos. Todos los actores se la juegan en primerísim­os planos (al filo del ojo de pez) y salen airosos y convincent­es, sobre todo el actor Hovik Keuchkeria­n como policía encallecid­o: su presencia conquista la función desde que arranca la furgona.

Digo lo mismo del actor Patrick Criado como policía jovencito que no soporta que le escupan en la pantalla del casco: una manifestan­te lo hace y él salta como un pandillero vulgar. En Antidistur­bios veo a cada policía como hijo de su padre y de su madre, y también que su corporativ­ismo es uno de los rostros del instinto de superviven­cia. No conozco personalme­nte a ningún policía real, y ahora bien podría decir que he conocido a seis (y que uno lo ha dejado para ser vigilante de seguridad).

También asoma en Antidistur­bios un viejo expolicía de sucios manejos, con perilla y gorra: un trasunto de Villarejo. Ah, y la serie acaba cuándo cuatro de estos seis policías –superado ya su embrollo legal, y por si fuera poco– son enviados... al puerto de Barcelona, a acuartelar­se en un barco cuyo casco luce un dibujo espeluznan­te del pajarito Piolín. – @amelanovel­a

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