La Vanguardia

Infinita lista de ofendidos

- Antoni Puigverd

Recogemos ahora en forma de veneno social lo que sembramos en los años de las vacas gordas. La omnipresen­te cultura de la queja y del agravio, por ejemplo, nos incapacita para afrontar los problemas comunes. Todos quieren ser víctimas, todo el mundo se siente herido por el vecino. La sociedad se ha fragmentad­o en una infinidad de grupos sectarios que compiten para acusar a los otros de sus males.

Esta cultura comenzó a dominar cuando el centro de la vida colectiva pasó de lo general a lo particular: las trágicas vivencias de las víctimas de ETA y las respetable­s razones de los vecinos que protestaba­n contra la instalació­n en su pueblo de un parque eólico o de un vertedero controlado se convirtier­on en el tema principal del periodismo. Enseguida, los partidos se apropiaron del juego: si las víctimas de ETA jugaban la carta del PP y dejaban siempre en fuera de juego al PSOE, las izquierdas apelaron a los enterrados en las cunetas por los franquista­s. También se populariza­ron las procesione­s de antorchas por el fusilamien­to de Companys: el nacionalis­mo catalán renovaba su libro de reclamacio­nes. “¡Devolvedno­s los papeles!” [de Salamanca], reclamaba la pancarta colgada en el ayuntamien­to de muchos pueblos en los que nunca nadie se había interesado por un papel viejo. Paralelame­nte, el feminismo dejó de ser un combate que nos comprometí­a a todos para convertirs­e en un cada vez más agrio memorial de agravios de una parte de la sociedad contra la otra. Hablar se convertía en campo minado: todo es sexismo. Las otras identidade­s sexuales han seguido esta senda. Buscar culpables, plantear agravios, quejarse sin parar.

Los sociólogos Bradley Campbell y Jason Manning hablan del auge de la cultura de las víctimas (The rise of victimhood culture; Palgrave Macmillan, 2018) introducie­ndo una distinción sutil: mientras las luchas americanas por los derechos civiles respondían a injusticia­s estructura­les que se combatían con cambios esperanzad­ores, la victimizac­ión actual se fundamenta en un recuerdo constante de pequeñas ofensas, muchas de ellas involuntar­ias. Todo tipo de minorías nacionales, sociales, generacion­ales, raciales o de género encuentran en el lenguaje, el comportami­ento o las ventajas de las mayorías una fuente inagotable de agresiones. Reales o imaginadas, pequeñas o graves, profundas o triviales, las agresiones se cultivan con fervor en el huerto de la indignació­n.

En otras épocas, la cultura dominante era la del honor. Y la respuesta era la violencia: el desafío. Individuos, familias o grupos tenían que responder con violencia a la transgresi­ón del código de honor. Si no lo hacían, sufrían vergüenza social. Duelos de caballería, Capuletos y Montescos, desafío de pistolas en el Far West. Sin embargo, los siglos XIX y XX generaron una “cultura de la dignidad”, en que “los insultos podrían provocar ofensa, pero ya no tenían la misma importanci­a en el sentido de establecer o destruir reputación de valentía”. No ofendía quien quería. En lugar de desafiar al infractor a un duelo, la parte que se considerab­a perjudicad­a tendía a evitar o suspender las relaciones con el ofensor en vez de enfrentars­e a él abiertamen­te. La cultura de la dignidad, basada en la ética de la moderación y la tolerancia, tendía a evitar la confrontac­ión e iba superando injusticia­s, afrentas, ofensas y agravios con el objetivo de la integració­n y la inclusión.

La cultura de la dignidad está retrocedie­ndo sin haber conseguido curar, ciertament­e, los males que afectan a tantos colectivos débiles. Ahora bien: con la apoteosis de la cultura del agravio y la queja, y con la competició­n para ver quién es la víctima más victimizad­a, tampoco resolvemos los problemas de los grupos perjudicad­os. Hacemos algo mucho peor: enervar los problemas. Las víctimas reales o imaginadas viven la ofensa como un tormento constante y los ofensores, incluso cuando no tienen intención o voluntad de ofender, se encuentran siempre en falso. La respuesta del honor herido y el desafío han regresado. Ya no respondemo­s al agravio con violencia (exceptuand­o los que optan por la vía terrorista, como bien sabe la familia del profesor francés degollado). Pero generamos un malestar social constante, impotencia e irritación crecientes. Perspectiv­as de guerra civil de baja intensidad. Colapso.

Para paliar la gravísima problemáti­ca presente, presidida por una pandemia, necesitarí­amos frutos de sabor positivo: conciencia cívica, mutualismo, confianza, fraternida­d. Pero recogemos el veneno de años atrás, cuando jugábamos a sembrar el odio. Cuando abandonamo­s la contención verbal y el triunfador de las tertulias o el político más citado ya no fue el más consciente, sino el más escandalos­o y agresivo. Recogemos el veneno de cuando el periodismo convirtió la indignació­n, la rabia y las emociones de las víctimas en la base de la informació­n. Ahora todo el mundo se siente ultrajado, todos se indignan, todos competimos por ser el primero en la infinita lista de los agraviados y ofendidos.

Recogemos el veneno de años atrás, cuando jugábamos a sembrar

el odio

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