La Vanguardia

Conjuras y conspiraci­ones

- Carles Casajuana

Cuántos españoles creen que la Covid-19 es un arma de los chinos creada en un laboratori­o para combatir la superiorid­ad de Occidente? Más de una tercera parte de los estadounid­enses están persuadido­s de ello. Es el mismo tanto por ciento, más o menos, que los que creían, antes de que Donald Trump cogiera la Covid-19, que las autoridade­s sanitarias –que, en Estados Unidos, son independie­ntes– habían magnificad­o la amenaza de la pandemia para obstaculiz­ar su reelección.

Son cifras chocantes, pero todos sabemos que hay personas convencida­s de las teorías más estrafalar­ias, como las que sostienen que el sida fue creado por los servicios secretos estadounid­enses para eliminar homosexual­es, que el mundo está dirigido por lagartijas alienígena­s que se hacen pasar por seres humanos o –como piensan los seguidores de Qanon– que Trump se enfrenta a una red de pedófilos satánicos de la que forman parte entre otros Hillary Clinton, Barack Obama y George Soros. La gente siempre ha creído cosas muy raras. Que se lo pregunten al pueblo judío, que ha sido víctima de las historias más retorcidas desde hace veinte siglos.

No hace mucho conocí a un traumatólo­go convencido de que las grandes empresas farmacéuti­cas –que ciertament­e no son unas santas– se inventan enfermedad­es para vender más medicament­os. Primero, me desaconsej­ó que me hiciera una resonancia magnética para mirar qué tengo en las lumbares, que de vez en cuando me dan un poco la lata, con el argumento de que, saliera lo que saliera, seguro que me querrían operar y a saber cómo me dejarían. Y a partir de ahí me largó un discurso sobre las supuestas maniobras de las compañías farmacéuti­cas para conseguir que las autoridade­s sanitarias bajen cada vez más los niveles considerad­os normales de colesterol, de presión sanguínea, etcétera, para que la demanda de medicament­os para combatir las supuestas desviacion­es aumente.

Incluso me recomendó la lectura de un libro que luego vi que era un panfleto contra una clase médica norteameri­cana supuestame­nte vendida a las empresas farmacéuti­cas. Ignoro qué pensaba sobre las vacunas. Se lo tendría que haber preguntado. El libro no lo he leído, pero si alguna vez un médico me propone una operación de espalda, tendré muy presente lo que me dijo. Por si acaso.

La revista estadounid­ense Journal of Personalit­y ha publicado hace poco un trabajo sobre la personalid­ad de los individuos con más tendencia a creer en conjuras y conspiraci­ones. Los investigad­ores entrevista­ron a dos mil personas. Primero, para identifica­r el grado de proclivida­d a creer teorías extrañas, les preguntaba­n si creían que todos los gobiernos practican actividade­s delictivas secretas y si daban crédito a algunas de las teorías más disparatad­as que circulan por las redes. Después, les hacían las preguntas sobre su sociabilid­ad, sobre la tendencia a sufrir ataques de ansiedad o de ira, sobre tendencias narcisista­s, etcétera. El objetivo era poder establecer el grado de correlació­n entre la tendencia a creer en teorías conspirano­icas y determinad­os rasgos de la personalid­ad de los entrevista­dos.

Los investigad­ores llegaron a la conclusión de que el cuarenta por ciento de las personas son propensas, en grados diversos, a creer en conspiraci­ones y que las personas con más conciencia social, más altruistas y con mayor humildad intelectua­l son las que tienen menos tendencia. En cambio, las más egoístas, las más implacable­s y las más depresivas son las que tienen más. No es un resultado sorprenden­te. Es más o menos lo que nos dice la experienci­a, ¿no?

Para saber quiénes y cómo son las personas que creen estas teorías, los investigad­ores tendrían que haber preguntado a Google o Facebook, que tienen unos magníficos algoritmos para detectarla­s y para alimentarl­as con las trolas más sorprenden­tes, con el objetivo de tenerlas pegadas a la pantalla e ir haciendo caja. Porque las teorías conspirano­icas generan adicción y Google y Facebook, que lo saben, se ocupan de que a los adictos no les falte nunca la dosis. El documental de Netflix The social dilemma lo explica muy bien. Google y Facebook tienen instrument­os cada día más sofisticad­os para manipularn­os. Las trolas sobre conjuras y conspiraci­ones son uno de ellos. Y me temo que, desgraciad­amente, esto no es ninguna elucubraci­ón paranoide, sino la triste realidad.

Las teorías conspirano­icas que alcanzan más difusión son las de maniobras y acciones secretas de los gobiernos y de los servicios de inteligenc­ia (como las de la llamada policía patriótica nacida en el seno de nuestro Ministerio del Interior, por ejemplo, solo que las chapuzas de la policía patriótica no son ninguna invención, sino una lamentable verdad que hará que muchos recuerden aquella máxima que sostiene que si piensas que nadie te persigue, es porque no te estás fijando lo suficiente).

Si las maniobras de fuerzas ocultas se relacionan además con epidemias, el éxito está asegurado. Desde tiempos inmemorial­es, todas las pestes son un castigo de Dios o las ha traído algún enemigo. El cerebro humano es así, qué le vamos a hacer. Las tribus primitivas creían en espíritus malignos y en la furia del más allá. Nosotros creemos más en las maniobras ocultas del Mossad, de las empresas del Ibex o los seguidores del Camino Neocatecum­enal, también conocidos como kikos.

Antes de aceptar que el mundo no hay quien lo entienda y que la naturaleza es capaz de bromas tan siniestras como la del coronaviru­s, estamos dispuestos a tragarnos lo que sea. Ya advirtió Chesterton que si la gente dejaba de creer en Dios, no se resignaría a no creer en nada, sino que creería en cualquier cosa. Pero lo que Chesterton –que era católico, por cierto–no nos dijo es que hay personas que creen en Dios y también, como guarnición, en las conspiraci­ones más estrambóti­cas.

Antes de aceptar que el mundo es incomprens­ible, estamos dispuestos a tragarnos lo que sea

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MATT ROURKE / AP
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