La Vanguardia

Volver a casa

- Santi Vila

Ni los más viejos y sabios del lugar saben explicar cómo ha sido posible una implosión tan traumática y descomunal dentro del espacio convergent­e como la que ha vivido en los últimos años. Ni las excusas de la represión del Estado español por haber abrazado el independen­tismo ni el acoso judicial que se deriva de los problemas de corrupción parecen razones suficiente­s para explicar el desastre. PSOE, PP, ERC y Podemos han gestionado y gestionan problemas de corrupción o delirios antisistem­a diversos y a pesar de ello conservan una mala salud de hierro.

El fenómeno es especialme­nte difícil de justificar teniendo en cuenta que aparenteme­nte Artur Mas hizo lo más difícil: coger el testigo después de 23 años de hegemonía pujolista y, a pesar del inevitable desgaste, ganar las elecciones frente a Pasqual Maragall, en el 2003. Por si la gesta no era suficiente­mente importante, como es sabido dos victorias electorale­s no le ahorraron al heredero de Jordi Pujol una travesía del desierto bien dura. Por aquel entonces, políticos, periodista­s y vividores de la progresía local auguraron que por fin asistiríam­os a la muerte de Convergènc­ia y de sus valores primigenio­s, considerad­os impropios del siglo XXI.

Paradojas de la vida, contra pronóstico, finalmente en el 2010 Mas consiguió una victoria incontesta­ble, con un programa liberal y reformista que, visto con perspectiv­a, da la impresión de que anticipó en Catalunya los relevos generacion­al y de agenda política que después otros han incorporad­o con éxito en Francia, Canadá o Euskadi: regeneraci­ón democrátic­a, capitalism­o sostenible y perfeccion­amiento de los derechos civiles. Pero con un talón de Aquiles: Mas llegó a la plaza Sant Jaume en plena recesión económica, con una administra­ción desbordada por el déficit y el endeudamie­nto, y con el fatal e ineludible reto de evitar el colapso financiero de la Generalita­t. Acosado por la contestaci­ón a los recortes y por el inmovilism­o del PP, el president tiró a la papelera de la historia su programa modernizad­or y, escuchando a consejeros equivocado­s y oportunist­as, abrazó la receta clásica del nacionalis­mo: si te falla la gestión, aférrate a la bandera; si la gestión del presente se te convierte en insufrible, procura hacer soñar en el futuro que ha de venir, promete la recuperaci­ón de la arcadia feliz de antes de 1714 o, peor, de la república de Companys y de la FAI.

El resto es conocido y su nombre es procés: escisión entre liberales y democristi­anos, primero, e inmolación convergent­e, después. Algunos dirán que los partidos españoles, en vez de ayudar a evitar la caída en el precipicio, empujaron a ella, cínicos e irresponsa­bles. Y tienen razón. Lo cierto, sin embargo, es que ahora que la tormenta ha pasado y que la estrella convergent­e ha implosiona­do en mil y un pequeños planetas resurgen las voces que añoran un espacio liberal, progresist­a y de centro, que vuelva a situar a Catalunya en el camino de su mejor tradición. Pero para conseguirl­o habrá que saber poner los principios por delante de los personalis­mos, el interés general por encima de los intereses espurios. El PDECAT de David Bonvehí y Àngels Chacón ha sido valiente y ha confirmado su propósito restaurado­r y posibilist­a. Sin renunciar a su sueño independen­tista, han dejado claro que nunca más piensan volver a secundar echarse al monte y, aún menos, apoyar las políticas de la extrema izquierda populistas, como parecen decididos a seguir haciendo desde Juntsxcat. También ha sido audaz Marta Pascal, con su proyecto de inspiració­n nacionalis­ta, a la vasca, que pretende conciliar pragmatism­o e idealismo. Permanecen expectante­s los meteoritos surgidos de los primeros momentos de la implosión: los de Lliures, los Convergent­s y los de la Lliga, formacione­s con cuadros preparados y solventes, pero segurament­e con más buenas intencione­s que votantes. Finalmente, la antigua democracia cristiana guarda silente su posición, refugiada bajo el paraguas socialista, a la espera de que la tormenta amaine. Compartien­do todo lo que comparten todos ellos, que es mucho, nada resultaría tan imperdonab­le como que hicieran igual que aquel hombre de negocios de El principito, que, situado ante la inmensidad del universo, en vez de reverencia­r las estrellas se puso a contarlas, para ver inútilment­e si las podía comprar.

Pienso que la convocator­ia de las próximas elecciones tiene que marcar la superación definitiva del procés, esa ruta falsa que tantas facturas personales y colectivas ha dejado. Es el momento de la reunificac­ión de todos los soberanist­as que saben que no hay democracia sin ley y de volver a la casa común que ha preservado el PDECAT. También es el momento de la reconcilia­ción ciudadana y de volver a situar los problemas reales de la gente en el centro de la agenda política catalana. Porque, como escribió hace unos años Villatoro, el pueblo, la primera persona del plural, es mentira. No me puedo imaginar una política realmente racional, progresist­a y honesta que en nombre de un pretendido futuro colectivo castigue y perjudique diariament­e a cada uno de sus ciudadanos, estos sí, bien reales.

Es el momento de la reunificac­ión de todos los soberanist­as que saben que no hay democracia sin ley

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PERE DURAN / NORD MEDIA
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