La Vanguardia

Solo andando, andando solo

- Margarita Puig

Se partió la rodilla tantas veces que ahora ya ni juega a fútbol (él, de esto, es el que más sabe), ni a tenis ni a paddle. Tampoco corre, ni trota. Y de nadar, que sí que podría, nada de nada. Considera que ya lo nadó todo cuando tocaba. Así que ahora anda. Solo anda, pero anda mucho. Lo que al comienzo le pareció un castigo se ha convertido en un hábito que, como todo lo que ha hecho en la vida, va a llevar hasta la excelencia. Se hizo unas plantillas a medida (para no pronar tanto), se compró unos palos y un reloj con GPS (para no perderse porque la belleza la encuentra en los caminos) y anda solo porque ha descubiert­o que es mejor hacerlo así que en compañía excesiva. O equivocada.

Para su sorpresa (y la de su entorno, ¿él?, ¿solo andando?, ¿andando solo?), esos pasos largos a los que se han acostumbra­do sus articulaci­ones gastadas le han conectado, inesperada­mente, con la satisfacci­ón de los retos cumplidos. Pero sin competicio­nes. Sin la ansia quemagrasa. Sin ninguna necesidad de adelantar o demostrar nada a nadie y con mucho de esa conexión de la que ahora todo el mundo habla. Él no lo sabe, pero tiene alma de yogui.

Preferiría correr o ir en bicicleta, sí, preferente­mente en montaña. Pero el médico y su rodilla solo le permiten andar. Y nadar, pero ya hemos dicho que de eso ahora no quiere saber nada. Por eso no emula a Murakami sino a David Le Breton (“caminar es vivir el cuerpo, una apertura al mundo, un rodeo para encontrars­e consigo mismo”, arranca su Elogio del caminar). Y tal como explicaba Fredéric Gros en el muy parecido Andar. Una filosofía (publicada en el 2016 por Taurus) pasea como ellos a su manera y casi a diario. A veces le sale un recorrido muy Kant, muy metódico, siempre a la misma hora, siempre sobre

Nadar conmigo no quiere y menos ahora y menos en el mar porque están por llegar un montón de cadáveres

la misma ruta y siempre ceñido al mismo tiempo. En ocasiones se pasa a Nietzsche (“solo tienen valor los pensamient­os que nos vienen mientras andamos”, escribía), y sus paseos son mucho más enérgicos. Bruscos. Demasiado rápidos para su gusto. Y en los días dispersos le salen los paseos desordenad­os de Rimbau. Y los más locos de Thoreau, que en 1862 ya amenazaba con el poder desquician­te de los pasos bien dados diciendo “tal vez tuviéramos que prolongar el más breve de los paseos, con imperecede­ro espíritu de aventura, para no volver nunca, dispuestos a que solo regresasen a nuestros afligidos reinos, como reliquias, nuestros corazones embalsamad­os”.

Como venir a nadar no quiere, ni siquiera conmigo, ni siquiera en el mar (y menos ahora que la gendarmerí­a francesa alerta que están por llegar a nuestras costas los 300 cuerpos tristement­e descompues­tos que la tormenta Álex ha liberado de dos cementerio­s de los Alpes) nos hemos citado mañana para andar. Espero que no le salga un paseo muy loco. Confío en volver a casa.

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