La Vanguardia

La revolución televisada

- Julià Guillamon

Més Llibres acaba de publicar Les tres dimensions de la llibertat de Billy Bragg, traducido per Ricard Vela, con un prólogo de Antonio Baños, que conoció a Bragg en unas circunstan­cias muy divertidas. La edición en castellano ha salido en Nuevos Cuadernos Anagrama. Cuando apareció Enric Casasses decíamos que era un trovador punk. Billy Bragg ha sido un cantautor punk. El editor recomienda leer Les tres dimesions de la llibertat mientras escuchas A New England y Waiting for the great leap forwards, dos canciones desengañad­as. La primera es una crítica al tatcherism­o (prefiero una nueva chica que la Nueva Inglaterra). La segunda, una advertenci­a a los revolucion­arios de pacotilla (me encanta cuando dice que “estamos a una camiseta de la revolución”). Las ideas de Bragg sobre la necesidad de poner freno al sistema neoliberal están muy bien explicadas y conectan con lo que han escrito Thomas Pikketty, Colin Crouch e incluso Joseph Stiglitz, que no es precisamen­te de la FAI. Dice que los autoritari­os y los algoritmos amenazan la democracia y que hay que exigir a las grandes corporacio­nes la responsabi­lidad de rendir cuentas.

La primera vez que oí hablar de Billy Bragg fue a Joan-marc Batlle, que ahora es el artista Llapispanc. Nos lo llevábamos a conciertos (Llapispanc es bastante más joven que yo). Y él nos explicaba cosas que descubría. En muy poco tiempo asistimos a una serie de sesiones extraordin­arias de grandes figuras de la música pop y rock, solos con la guitarra: Elliot Murphy, Graham Parker (en el KGB, aquel día, éramos pocos, entre el público estaba Lluís Gavaldà de Els Pets y desde entonces le guardo un gran respeto), Nick Lowe y Billy Bragg. En aquella época me encargaron una crítica sobre un autor que era de derechas y escribía en catalán. Todo el mundo decía que esto era muy meritorio y que se merecía un aplauso. Este escritor había publicado un libro con toda una sección dedicada a las putas de lujo, que frecuentab­a. En mi crítica utilicé el título de un disco de Billy Bragg: “Hablando de poesía con el inspector de Hacienda”. La responsabi­lidad de rendir cuentas, que diría ahora Bragg.

La otra anécdota no es tan revolucion­aria. Me había separado, pero al cabo de un tiempo empecé a quedar con mi exnovia, en aquel estado beatífico de las relaciones de una o dos veces por semana, libertad por ambos lados, que acostumbra a durar poco, porque o te vuelves a ajuntar o te vuelves a separar. Billy Bragg tocaba en el Zeleste de Almogàvers. “¡Es un cantante muy bueno, un revolucion­ario!” –le dije–. Teníamos entendido que no televisarí­an la revolución (“The revolution will not be televised”, decía una canción de Gil-scott Heron que nos encantaba). Pero aquella noche en Zeleste, estaban las cámaras del programa Sputnik de TV3. Y como no había una gran entrada, estábamos en las primeras filas y ella era muy guapa, nos estuvieron enfocando todo el rato. Mi madre, que miraba el Sputnik, lo vio. Y toda la familia –madre, tíos, primos– estuvieron la mar de contentos al saber que volvíamos a andar juntos.

Entre el público estaba Lluís Gavaldà, de Els Pets, y desde entonces le guardo un gran respeto

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