El Papa, las parejas gais y el presente
La prémière, anteayer miércoles en Roma, del documental Francesco, que revisa los siete años y medio de papado del argentino Jorge Mario Bergoglio, ha causado notable revuelo mediático. Porque en una de sus escenas, refiriéndose a los homosexuales, el Sumo Pontífice afirma: “Son hijos de Dios, tienen el derecho a una familia. No se puede echar de la familia a nadie ni hacerle la vida imposible por eso... Lo que debemos crear es una ley sobre las uniones civiles. De este modo, los homosexuales tendrían una cobertura legal”.
Esta declaración de Francisco ha soliviantado a los sectores conservadores de la Iglesia. La doctrina católica siempre se ha opuesto al matrimonio entre personas del mismo sexo, por considerar que el fin de este sacramento está indisolublemente vinculado a la procreación. Aunque no carece de precedentes, esta declaración papal es quizás la más explícita de cuantas ha formulado Francisco. Y el hecho de que usara la palabra familia le da mayor enjundia. Pero lo cierto, por más que algunos sostengan que atenta contra la doctrina o abre la puerta a cuestiones como la fecundación asistida o los vientres de alquiler, a las que la Iglesia se opone, es que el Papa no aboga en la película por el matrimonio homosexual –reconocido ya por tantos países–, sino que, guiado por la misericordia y el afán inclusivo, trata de dar respuesta a las personas que desean compaginar su condición gay con su fe católica.
No es un secreto que el jesuita Bergoglio, elegido para ocupar la silla de Pedro en marzo del 2013, se alinea en el sector progresista de la curia. De ahí a sostener que quiere disolver la doctrina católica media un trecho. En algunas materias, como el aborto o la eutanasia, el criterio papal es estricto y no desentona con el de los sectores conservadores. Sus declaraciones del 2016, en las que se oponía al ordenamiento sacerdotal de mujeres, no complacieron en absoluto a esa mayoría de ciudadanos del mundo que hoy luchan para a que la igualdad entre hombres y mujeres sea realidad en todos los ámbitos.
Ahora bien, en otras materias es evidente que Francisco ha ido bastante más allá que sus antecesores. Por ejemplo, en su actitud ante pobres e inmigrantes, plasmada en uno de sus primeros desplazamientos, que le llevó a Lampedusa en plena crisis de las pateras. O, por ejemplo, a la hora de poner coto a dos graves problemas de la Iglesia: los relacionados con los abusos a menores cometidos por religiosos y los relativos a las finanzas vaticanas. La actitud del Pontífice en estos terrenos ha sido decidida. Ha creado una comisión para la lucha contra los curas pedófilos y ha propiciado la caída de altos prelados responsables de estas prácticas, sin ir más lejos, la del cardenal Pell, en su día tercera autoridad vaticana. Ha creado también una secretaría de Economía, y se ha empeñado en investigar irregularidades y mejorar la gestión de los recursos vaticanos.
Los enfrentamientos de Francisco con el sector conservador, así como sus intentos para librar el Vaticano de corrupciones, le han granjeado no pocos enemigos. Incluso su antecesor, Benedicto XVI, supuestamente alejado del mundanal ruido, se vio involucrado en un proyecto libresco que reaccionaba ante la sugerencia de Bergoglio para que en zonas remotas de la Amazonia, sin curas, oficiaran seglares.
Pero hay un tercer nivel de conflicto para Francisco, al que llega cuando su intento de sintonizar con el presente y sus transformaciones choca con esa parte de la curia que rehúsa acercarse a la realidad. Que no quiere ni hablar de cambios. Que prefiere guardar su doctrina intacta, aun a riesgo de obstaculizar el acceso a la Iglesia de ciertos colectivos cristianos.
Es sabido que los cambios en el seno de la Iglesia, institución bimilenaria, no se producen de la noche al día. Pero si aspira a seguir viva dentro de otros dos mil años –y a eso aspira sin duda Francisco– no debe cerrarse al presente ni al debate.
La Iglesia no puede permanecer impasible ante los cambios sociales
ni cerrarse al debate