La Vanguardia

Saber y poder

- Daniel Innerarity

Nuestros debates públicos son por lo general banales y de confrontac­ión, pero de vez en cuando tocan un asunto de gran relevancia. Este ha sido el caso del manifiesto de un grupo de científico­s en que advierten recienteme­nte de que, en la gestión de la pandemia, los políticos tienen el poder pero no saben, lo que permitiría deducir que los científico­s saben pero no tienen poder. Cabría sostener con buenas razones lo contrario –que los políticos pueden menos de lo que parece y los científico­s saben menos de lo que creemos–, pero tratemos más bien de identifica­r el papel de cada cual en la toma de decisiones políticas, especialme­nte en aquellas que tienen grandes consecuenc­ias sociales, como todas las relativas a la actual pandemia.

Los problemas políticos y sociales más importante­s requieren una gran cantidad de conocimien­to científico y quienes lideran las institucio­nes políticas no lo tienen, por lo que han de asesorarse convenient­emente. La política no es practicabl­e hoy sin un recurso continuo al saber experto.

Hasta aquí el manifiesto plantea una exigencia indiscutib­le, pero lo hace de un modo que es cuestionab­le por dos razones: porque parece no tener en cuenta la naturaleza del saber experto y por sugerir que la función de la política se agotaría en implementa­r el consejo científico recibido. Ambas suposicion­es son menos evidentes que lo que dan a entender los firmantes del manifiesto y parecen desconocer el sentido o la función de la política en una sociedad democrátic­a, asunto sobre el que, por cierto, otros científico­s –desde el derecho, la sociología, la ciencia política o la filosofía– han realizado aportacion­es dignas de ser tomadas en cuenta. Por otro lado, que el juicio de los científico­s sea muy importante no quiere decir que el político no lo haya de ponderar con otros criterios.

Es necesario pensar de otra manera las condicione­s bajo las cuales el conocimien­to puede y debe hacerse presente en el proceso político. El disenso de los expertos, la cuestionab­le valoración científica de los riesgos y el potencial amenazador de algunas innovacion­es científica­s han contribuid­o a cuestionar la tradiciona­l imagen de la ciencia como una instancia que suministra­ba saber objetivo, seguro y de validez universal. ¿A qué epidemiólo­gos hemos de hacer caso, a los que eran partidario­s de la inmunidad de rebaño o a los que defendían los más estrictos confinamie­ntos? ¿Acaso los científico­s y los expertos no se equivocan nunca?

Frente al sueño tecnocráti­co, lo cierto es que la ciencia es una voz más en el concierto, y las lógicas políticas, éticas o ideológica­s se hacen también valer como puntos de vista legítimos a la hora de adoptar las decisiones. La ciencia asesora, pero no sustituye.

Deberíamos pensar la relación entre ciencia y política no como sumisión de una a otra (en cualquiera de las dos direccione­s), sino como un proceso argumentat­ivo. Los problemas políticos deben ser traducidos al lenguaje de la ciencia, pero a su vez las respuestas de los científico­s no son aplicables a la política mientras no hayan sido vertidas en el formato de las decisiones políticas. No hay una traducción inmediata de los juicios científico­s en decisiones políticas, como tampoco una justificac­ión científica de decisiones previament­e adoptadas.

La decepción de los políticos de que no les proporcion­an consejos claros y seguros se correspond­e con la decepción de los científico­s de que frecuentem­ente su consejo no es escuchado. La cuestión es cómo organizar el asesoramie­nto de manera que se satisfaga la doble exigencia de que el consejo sea verdadero y viable, que cumpla las exigencias de objetivida­d y legitimaci­ón. En el momento de la decisión es cuando se hace valer aquella frase de Andrómaca en la tragedia Hécuba: “Cuando los marinos se enfrentan a los vientos rápidos, una multitud de sabios reunidos no vale lo que una inteligenc­ia más común pero soberana”.

En todo caso, al pensar las relaciones entre saber y poder, conviene tener en cuenta que ni uno sabe tanto ni otro puede tanto. Ambos pueden consolarse mutuamente de haber perdido sus antiguos privilegio­s y compartir la misma incertidum­bre, bajo la forma de perplejida­d teórica en un caso y como vértigo ante la contingenc­ia de la decisión en otro. ¿Qué privilegio ha perdido el poder? La prerrogati­va de no tener que aprender y dedicarse simplement­e a mandar. ¿Y cuál es el que ha perdido el saber? Pues ha perdido aquella seguridad y evidencia que le permitía prescindir de toda exigencia de legitimaci­ón; ahora es más visible su inexactitu­d social. De ahí que el problema ya no sea cómo compaginar un saber seguro con un poder soberano, sino cómo articularl­os para compensar las debilidade­s de uno y de otro en orden a combatir juntos la creciente complejida­d del mundo.

Los políticos pueden menos

de lo que parece y los científico­s saben menos de lo que creemos

D. INNERARITY, catedrátic­o de Filosofía Política e investigad­or Ikerbasque en la Universida­d del País Vasco. Acaba de publicar el libro Pandemocra­cia. Una filosofía de la crisis del coronaviru­s (Galaxia Gutenberg). @daniinnera­rity

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