La Vanguardia

Riesgo viral en los aeropuerto­s

- JOHN CARLIN

Entre tanta confusión y polémica sobre las medidas que se deben tomar para controlar el coronaviru­s, hay una en la que todo el mundo está de acuerdo: la importanci­a de mantener la distancia social. Viajé en avión esta semana y constaté que en el transporte aéreo el principio se aplica más en la retórica, a veces, que en la realidad. No creo que haya habido circunstan­cia en la que haya corrido más riesgo de contagiarm­e, y de contagiar a otros, en los últimos ocho meses de pandemia que el martes y el miércoles en los aeropuerto­s de Barcelona y Bilbao.

Llegué a la Terminal 1 del aeropuerto casi vacío de Barcelona el martes por la tarde para coger un vuelo a Bilbao con la compañía Vueling y vi infinidad de carteles y pantallas advirtiénd­ome en tres idiomas:“mantenga la distancia de seguridad en todo momento”. Varios dibujitos me explicaban que se trataba de un mínimo de 1,5 metros. Un mensaje grabado me lo repetía cada diez minutos por altavoz. El problema, descubrí, es que hay circunstan­cias en los aeropuerto­s en las que mantenerse a 1,5 metros de otras personas es imposible, lo que me lleva a pensar que quizá aquí resida una parte de la explicació­n por la cual el virus se sigue extendiend­o por todo el territorio nacional.

En la puerta de embarque vi que no íbamos a entrar en el avión por la pasarela, o el finger, sino que nos llevarían a la nave en autobús. Hay que reconocer que no estaba tan lleno como en tiempos normales, cuando se permiten hasta 110 pasajeros. No era una lata de sardinas. El conductor me dijo que el nuevo límite era 55 personas y que aquí íbamos 41. Pero lo que tuve claro es que no había 1,5 metros de distancia entre los pasajeros. Más bien, en el mejor de los casos, 0,5.

Pensé, si esto fuera una tienda de comida no dejarían que tanta gente entrase a la vez, no en esta proporción personas/espacio. O si lo permitiese­n, vendría la policía.

Nos tuvieron esperando 15 minutos sin que el vehículo se moviera, y otros cinco más para el recorrido hasta la otra punta del aeropuerto donde estaba el avión. Y ahora, problema número dos: la nueva normativa, para evitar atascos en los pasillos, es que los primeros en embarcar son los de las filas traseras; los últimos, los de delante. Eso cuando se utilizan los fingers. En este caso, salimos volando del bus y tomamos nuestros asientos sin ningún orden ni control.

A la vuelta Bilbao-barcelona, 24 horas más tarde, otra vez no el finger sino el autobús, o mejor dicho dos autobuses. El primero, que también esperó 15 minutos para arrancar, llevaba el complement­o completo de 55 personas en un espacio de aproximada­mente 10 por 3 metros. (En este caso, si hubiese sido una tienda, vendrían los antidistur­bios.) La densidad humana era muy superior a la que se permitía hace unas semanas en los bares de Barcelona o de Bilbao, hoy todos cerrados. La entrada al avión: otra vez totalmente aleatoria. Los ojos de los pasajeros por encima de las mascarilla­s delataban ansiedad. Algunos se indignaron con las azafatas, que no sabían qué decir.

Me alegró ver que cuando llegamos a Barcelona el avión se aparcó en la terminal, al lado de un finger. Un mensaje por altavoz nos dijo que “por recomendac­iones sanitarias” teníamos que bajar ordenadame­nte, quedarnos sentados hasta que la fila de delante se vaciara. Cumplimos. Pero llegamos a la puerta del avión y, oh sorpresa, no salimos por la pasarela. Teníamos que bajar unas escaleras a otro posible covidhervi­dero sobre ruedas, otra vez repleto.

Me pregunto: si los aeropuerto­s están todos operando muy por debajo de su capacidad (menos del 10 por ciento), si tanto insisten en la distancia entre personas de 1,5 metros y si la prioridad monótoname­nte repetida de las líneas aéreas es que “la seguridad es lo primero”, ¿qué necesidad hay de utilizar los autobuses en vez de los fingers para que la gente se suba a los aviones?

Y me pregunto también: ¿cómo es posible que en los aeropuerto­s se permita tal aglomeraci­ón de gente en espacios confinados cuando las terrazas de los bares, los restaurant­es, los cines, los teatros y los estadios tienen que estar cerradas, cuando no se nos permite reunirnos en grupos de más de seis personas, cuando quizá no podamos vernos con nuestras familias en Navidad? O sea, ¿a las autoridade­s les parece bien que yo esté encerrado durante 20 minutos con 54 personas desconocid­as en un autobús, pero si me siento en una cena con más de seis familiares o amigos, aunque sea a 1,5 metros de distancia, estoy violando la ley? Esta parece ser la lógica.

Hablé con AENA, la empresa que administra los aeropuerto­s en España. El responsabl­e de comunicaci­ón para Bilbao me dijo que la responsabi­lidad del traslado de los pasajeros no es de su empresa, sino del operador que contratan las líneas aéreas; el de Barcelona me agregó que las normativas de aforo para las lanzaderas en los aeropuerto­s eran iguales que para las del transporte público. (Con la diferencia, les observé, que el transporte público no tiene la opción de fingers.) En cuanto al problema de que los pasajeros salen de los autobuses y entran en los aviones sin posibilida­d de mantener la requerida distancia, la respuesta fue que aunque esta es una recomendac­ión europea, AENA no ejerce autoridad sobre el tema; no impone, ni sanciona.

Me quedé con la duda de quién era la autoridad aquí. Quizá no haya ninguna.

Recurrí a Vueling. Hablé con la directora de comunicaci­ón Ana Fernández. Me dijo que según un decreto real se permitía un máximo de 55 pasajeros en los autobuses. O sea, la responsabi­lidad final reside en aquellos gobernante­s que consideran, si es que lo han considerad­o, que cenar con siete familiares en casa o beber una cerveza al aire libre representa más riesgos para la salud que estar encerrado con una multitud dentro de una caja móvil. En cuanto a lo de entrar a los aviones de manera random, Fernández no tuvo mucho que decir salvo que en las circunstan­cias actuales se podría esperar que cada pasajero asumiera su cuota de responsabi­lidad. Bien. Queda la pregunta de por qué no utilizar los fingers cuando hay tantos disponible­s. Básicament­e la explicació­n es que Vueling, como todas las compañías aéreas, se enfrenta hoy “al reto de intentar sobrevivir”. Por problemas de logística en una época de tanta incertidum­bre y por problemas económicos, cuando la industria aérea roza la bancarrota, resulta más viable a veces recurrir a los autobuses.

Una vez más, como en todas las demás áreas de la vida, el dilema es lograr un equilibrio entre la salud y el empleo, el presente y el futuro, la muerte y la vida. La interpreta­ción generosa en este caso es que Vueling, como todos los demás, hace lo que puede.

La densidad humana en el autobús era muy superior a la que se permitía hace unas semanas en los bares de Barcelona, hoy cerrados

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JOHN CARLIN Interior del autobús que llevó al pasaje a la vuelta Bilbao-barcelona
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