La Vanguardia

Trump es solo un síntoma

- Juan-josé López Burniol

Los recientes comicios americanos sugieren, entre otras, estas considerac­iones: 1. La fractura del país. Lo importante del resultado no es –con serlo y mucho– la victoria de Biden, ni la previsible pero aberrante conducta de Trump. Lo trascenden­te es la división del país en dos mitades casi iguales y polarizada­s al máximo, que se ignoran tanto como se aborrecen. Basta contemplar la proyección de los resultados en el mapa para constatar que los votantes de Trump se localizan mayoritari­amente en el Medio Oeste y el profundo Sur, mientras que los de Biden lo hacen en Nueva Inglaterra y los estados de la Costa Oeste. De lo que se desprende que sería un error descomunal prescindir de esta realidad evidente: que la mitad de los estadounid­enses vota a un tipo como Trump, que dice entenderlo­s y representa­rlos pese a no ser uno de ellos, sino un hijo de papá malcriado, carente de principios y sin más norte que la satisfacci­ón de su ego, tan desmedido como basto. Su victoria frente a Hillary Clinton en el 2016 no fue casual. Lo demuestra el hecho de que acaba de obtener seis millones de votos más que entonces, y que su derrota frente a Biden –que será el presidente más votado de la historia– ha sido por los pelos. No es Trump quien ha generado este movimiento, que responde a una causa muy profunda, sino que él es como un surfista que ha tenido la habilidad de colocarse en la cresta de una ola que avanza imparable. No se trata de nada excepciona­l: es un fenómeno que suele darse en los movimiento­s populistas, tanto de derechas como de izquierdas. El lector tiene algún ejemplo muy cerca.

2. La causa principal de la fractura. En toda época de cambio profundo, la sociedad emergente tiende a marginar a amplios sectores de la población que antes estaban instalados, pero que dejan de estarlo en el nuevo orden. En esta tesitura, las élites dirigentes pueden optar por dos caminos: 1) Impulsar desde la centralida­d política las reformas necesarias para impedir la marginació­n de unos, corregir las desigualda­des lacerantes que favorecen a otros y hacer efectiva la participac­ión de todos en el gobierno del país. 2) Negarse a ver lo que sucede y justificar lo injustific­able usando en vano las grandes palabras: libertad y democracia. Ahora bien, si optan por este último camino han de atenerse a las consecuenc­ias: antes o después habrá más que palabras. Y esto comienza a suceder en Estados Unidos. Hace pocos día, Lluís Uría lo clavaba en un excelente artículo –“El voto de los hillbillie­s”–, en el que cita un libro revelador –Hillbilly, una elegía rural–, que es la crónica breve (251 páginas) de la decadencia de una clase social (la clase trabajador­a blanca en Estados Unidos), escrita con verdad y comprensió­n profunda por alguien –J.D. Vance– que nació en su seno, sirvió en los marines (en Irak), se graduó en Yale y hoy dirige una empresa de inversión en Silicon Valley. “No necesitamo­s –escribe Vance– vivir como las élites de California, Nueva York o Washington. No necesitamo­s trabajar cien horas a la semana en bufetes de abogados y bancos de inversión. No necesitamo­s sociabiliz­arnos en cócteles. Pero sí necesitamo­s crear un espacio para que (los marginados) del mundo tengan una oportunida­d”.

3. Una aproximaci­ón al futuro. Los hechos son tozudos. Esto es lo que hay: o se reconduce la situación o esta termina por explotar. Así ha sido siempre y así seguirá siendo. Pero la salida del embrollo también es siempre la misma: hay que reformar evitando el inmovilism­o y la revolución. Y las reformas se hacen desde el centro; las hacen los moderados. Por eso ha llegado la hora de los moderados. Se da por sentado que, si se deja pasar esta hora, uno de los dos extremos del arco político la hará suya. ¿Cuál de los dos? Es impredecib­le, pero hay un dato que puede dar alguna luz. Cuando una parte importante de una sociedad se siente preterida y maltratada, tiende a volver instintiva­mente los ojos al pasado, que resalta embellecid­o en su memoria: los viejos buenos tiempos que se han desvanecid­o por diversas causas, entre las que nunca faltan el abandono de los valores tradiciona­les (religiosos y patriótico­s) y la fuerza disolvente de la inmigració­n. Si se une a esto el hecho de que la izquierda radical hace ya tiempo que prima ciertas políticas identitari­as centradas en las reivindica­ciones de algunos sectores sociales, la respuesta es predecible.

La película Gran Torino puede ilustrar este artículo. Su protagonis­ta habría votado a Trump. Así como su director –Clint Eastwood– le ha mostrado su público apoyo. De los pocos en Hollywood.

Ha llegado la hora de los moderados; si se deja pasar, uno de los dos extremos del

arco político la hará suya

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