La Vanguardia

La larga sombra de Thatcher

La crisis financiera, la austeridad y el populismo de Johnson son legado suyo

- RAFAEL RAMOS Londres. Correspons­al

Es la antítesis de la Frau ohne Schatten (la mujer sin sombra) de la ópera de Richard Strauss. Su larga sombra –como la de la primera hora de la mañana o última hora de la tarde– sigue dominando la política y la sociedad británicas justo tres décadas después de su caída, cuando tras once años en el poder y la victoria en un trío de elecciones consecutiv­as, con una política europea que disgustaba a amplios sectores del Partido Conservado­r, había perdido el contacto con la realidad.

“Mi gran logro fue Tony Blair”, dijo la Dama de Hierro antes de su muerte en el 2013 en el hotel Ritz de Londres, donde pasó sus últimos meses de vida, cuando ya el exlíder laborista había dejado también el poder. Quería decir que su principal legado consistía en haber acabado con la socialdemo­cracia y el colectivis­mo que habían sido una caracterís­tica del Reino Unido, hasta el punto de llevar al Labour a renunciar al marxismo y convertirs­e en una formación de centro (y según algunas opiniones, de centrodere­cha), al tiempo que convertía a Estados Unidos en el epicentro de la política exterior del país y trasladaba su eje de Europa al Atlántico.

Junto con Clement Attlee (el creador del Estado de bienestar y la sanidad pública británicos), Thatcher es la figura más influyente que ha tenido el Reino Unido desde el final de la II Guerra Mundial. Y sin duda la más divisoria y polémica, porque dedicó su existencia a destruir lo que había construido el primer ministro laborista que sucedió a Churchill.

Desindustr­ializó el país, arruinó a comunidade­s enteras de mineros, estibadore­s y trabajador­es de fábricas textiles y de acero que en su lenguaje “no eran productiva­s”, acabó con los monopolios estatales de los ferrocarri­les, la aviación, las empresas eléctricas, de agua y de gas, el teléfono, y privatizó todo lo cayó en sus manos, bajo el lema de “la sociedad no existe, lo que existen son familias e individuos”.

Maggie, la primera mujer que llegó al 10 de Downing Street aunque no es ninguna heroína feminista, está de actualidad no solo porque ayer se cumplieron los treinta años de su dimisión forzosa cuando los propios miembros del gabinete le informaron de que habían perdido la confianza en ella, sino por el estreno de la cuarta temporada de la serie The Crown, que muestra su peculiar relación con la reina Isabel, primero de absoluta insegurida­d y más tarde –tras la victoria en la guerra de las Malvinas– de desdén, dando lecciones y casi chuleando a la monarca cuando se queja de que hay tres millones de parados y las finanzas nacionales son un desastre.

Todavía hoy Thatcher tiene tantos admiradore­s como detractore­s, algunos de los cuales celebran el día de su muerte. El populismo de Boris Johnson es la consecuenc­ia lógica de su revolución conservado­ra (paralela a la de Ronald Reagan en Estados Unidos), lo mismo que la crisis financiera del 2008 fue el resultado de la desregulac­ión de los bancos que ella emprendió y del poder económico de la City a expensas de las manufactur­as y las industrias pesadas. La austeridad desalmada de la última década es hija suya. Y la actual estrategia johnsonian­a de robar votantes al Labour mediante el Brexit y la promesa de igualar el norte pobre del país con el sur rico recuerda la manera en la que Iron Lady engatusó a votantes de clases obreras vendiendo a precio de ganga los pisos de protección oficial en los que vivían.

Los admiradore­s de Thatcher recuerdan cómo la Gran Bretaña de los años setenta, hasta su llegada en 1979, era un país disfuncion­al, el “enfermo de Europa”, dominado por los sindicatos, con unas empresas estatales esclerótic­as que perdían dinero, sin ningún incentivo para la asunción de riesgos. Y que ella, con su puño de hierro, de manera brutal e insensible si se quiere, sin atender a las consecuenc­ias para los afectados y sus familias (sobre todo en Yorkshire, Gales y Escocia, donde es odiada), cambió todo eso. Dio rienda suelta a la especulaci­ón, el consumo y el materialis­mo.

Destruyó, pero no construyó nada a cambio, y las regiones desindustr­ializadas que ella arruinó son todavía hoy un páramo, caldo de cultivo para el Brexit. El espíritu de camaraderí­a y solidarida­d trabajador­a que reinaba en ellas no ha sido reemplazad­os por nada, impera la desolación más absoluta. Pero a pesar del culto al libre mercado y el coste de la renuncia absoluta a un sentido de responsabi­lidad social, solo en dos de los once años de su mandato (1987 y 1988) el crecimient­o económico excedió al registrado durante el mandato del laborista James Callaghan a finales de los setenta, y raramente las finanzas del país registraro­n un superávit.

ECONOMÍA Desindustr­ializó el país, cerró minas y fábricas textiles y de acero y se entregó a la City

POLÍTICA EXTERIOR Trasladó su epicentro de Europa a EE.UU. y apoyó a dictadores como Augusto Pinochet

RESULTADO Gran Bretaña pasó de una socialdemo­cracia a ser un paraíso del capitalism­o neoliberal

No creía en el consenso sino en la división, ya fuera en política interna o exterior. Aunque utilizaba una retórica antieurope­a, aprobó el Acta Única y no hizo nada por revertir el ingreso en la Comunidad Económica Europea que había orquestado el también tory Edward Heath. Contribuyó a hacer posible la primera guerra del Golfo, se resistió a la reunificac­ión alemana, calificó a Nelson Mandela y a los miembros del Congreso Nacional Africano (ANC) de terrorista­s, fue totalmente indiferent­e a la huelga de hambre de Bobby Sands (miembro del IRA que murió en la prisión de Maze en 1981) y apoyó políticame­nte al general Suharto de Indonesia, a Sadam Husein y al dictador chileno Augusto Pinochet. Pero su gran compañero de baile fue el presidente norteameri­cano Ronald Reagan, que compartía su visión del mundo (acabar con el comunismo como sea, algo que lograron) y de la economía (que los ricos sean más ricos para que las migajas que caen de su mesa lleguen a los pobres, algo que en la realidad nunca se cumplió).

La Gran Bretaña de antes y la de después de Thatcher son dos países diferentes, el primero una socialdemo­cracia europea y el segundo un paraíso individual­ista y neoliberal a partir del modelo norteameri­cano, dividido en dos política y geográfica­mente, basado en los servicios financiero­s, con unos sindicatos débiles y un culto al dinero como supremo dios pagano. Antes de asumir el poder, por mal que fuera la economía, solo uno de cada siete niños era pobre. Al poco de su llegada lo era un tercio. Dejó como herencia una desigualda­d que treinta años después el país aún no ha superado, ni siquiera con el interregno laborista de Tony Blair y Gordon Brown. En 1984 había 184 minas de carbón abiertas, en las que trabajaban 170.000 mineros. En 1990 solo quedaban dos mil.

La guerra de las Malvinas fue su salvavidas, sin ella –y la ola de patriotism­o que desató– tal vez no habría sobrevivid­o a las críticas. También le ayudó el hecho de que durante su primer mandato, cuando estaba con el agua al cuello, el líder laborista fuera Michael Foot, una persona decente pero demasiado a la izquierda para ser elegido. Al final cayó por las divergenci­as con sus ministros por la política hacia Europa, por intentar imponer un impuesto lineal (la poll tax), igual para ricos que para pobres, y sobre todo por su arrogancia. Como suele ocurrir, le clavó el puñal quien menos se esperaba, Geoffery Howe, que había sido su ministro de Economía y Exteriores, en un discurso electrizan­te en los Comunes de quince minutos el 13 de noviembre. Nueve días después presentaba entre lágrimas la dimisión.

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PHIL NOBLE / REUTERS Delegado en la conferenci­a anual del partido conservado­r desarrolla­da en Manchester el 29 de septiembre del 2013

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