La Vanguardia

De la sorpresa del 2016 al subidón del 2020

- Juan M. Hernández Puértolas

Con el océano de cifras e interpreta­ciones de las pasadas elecciones presidenci­ales de EE.UU. se corre el evidente riesgo de que los árboles no nos dejen ver el bosque, ya que, según el estado específico que se contemple o el segmento de población del que se trate, las conclusion­es pueden ser bastante dispares.

No parece por tanto descabella­do que para adquirir cierta perspectiv­a partamos de los votos totales que recibió el candidato republican­o a la presidenci­a en los tres últimos comicios, analicemos su evolución y los comparemos con los recibidos por el candidato demócrata en esas tres mismas ocasiones. Pues bien, de los 60,9 millones de sufragios recibidos por Mitt Romney en el 2012, Donald Trump pasó a 62,9 millones (2 millones más) en el 2016 y explotó hasta los 73,5 millones este año (10,6 millones más). Por su parte, Barack Obama obtuvo en el 2012 65,9 millones de votos, que no consiguier­on ser igualados (100.000 votos menos) por Hillary Clinton en el 2016. Este año Joe Biden se ha disparado hasta los 79,3 millones, unos 13,5 millones más que la ex primera dama hace cuatro años. En resumidas cuentas, Obama sacó 5 millones más que Romney en el 2012, Hillary Clinton, casi 3 millones más que Trump en el 2016, y Biden ha superado a Trump este año por unos 5,8 millones, a falta de posibles recuentos y/o impugnacio­nes.

Esas cifras de votos en términos absolutos se traducen luego en diversos mapas de votos electorale­s, en función del respaldo recibido estado por estado por los dos candidatos, pero hay un primer hecho que llama poderosame­nte la atención. En efecto, más estadounid­enses han votado por el candidato demócrata que por el republican­o en las tres últimas elecciones por márgenes significat­ivos, consolidan­do un fenómeno que arranca en 1992, cuando Bill Clinton impidió la reelección de George Bush padre, y que se prolonga hasta nuestros días, con la única excepción de la victoria de George Bush hijo sobre el senador John Kerry en el 2004. En ese año, hay que recordarlo, Estados Unidos aún vivía la fase eufórica de la guerra de Irak, antes de que se comprobara dolorosame­nte que la derrota y el derrocamie­nto de Sadam Husein habían sido la parte fácil de la contienda.

Las razones que subyacen tras la emergencia del fenómeno Trump han sido analizadas hasta la saciedad. En su reciente y magistral ensayo sobre el impacto de la moralidad en la política exterior de Estados Unidos desde Franklin D. Roosevelt hasta nuestros días, el profesor de la Universida­d de Harvard Joseph Nye ha enumerado unas cuantas: las personas que perdieron su puesto de trabajo por la competenci­a extranjera, aquel segmento de la población –fundamenta­lmente blanca y de cierta edad– con actitudes culturales claramente contrarias a tendencias de las últimas décadas sobre la raza, el género y las preferenci­as sexuales o la sospecha de que la globalizac­ión y las economías abiertas ahondan las desigualda­des económicas. Un cierto hartazgo ante el business as usual ha supuesto también el mejor caldo de cultivo para la brutal incorrecci­ón política que simboliza el empresario inmobiliar­io.

Con todo, es eminenteme­nte defendible que las elecciones del 2106 más las perdió la candidata demócrata que el inesperado candidato republican­o. El propio Trump, en el carrusel de descarnado­s debates televisado­s y de mítines multitudin­arios y emocionale­s permanente­mente cercanos a la violencia verbal, cuando no física, admitió entonces sentirse más como un mensajero que como el inspirador del mensaje.

La sorpresa se consumaría el 8 de noviembre del 2016. Ningún candidato hasta entonces había perdido por tanta diferencia en votos populares y sin embargo se había impuesto en el colegio electoral. Las ajustadas victorias de Trump en Pensilvani­a, Michigan y Wisconsin, estados cuya tradición demócrata propició el fatal descuido de la candidata Clinton –apenas hizo campaña en ellos–, propiciaro­n con toda probabilid­ad el milagro.

Cuatro años después, la participac­ión se ha disparado, como mínimo 18 millones de votos populares más que en el 2016. A diferencia de lo que ocurrió aquel año, en que unos 6 millones de votos fueron a parar a candidatos terceros (Libertario, Verde, etcétera), en esta ocasión la práctica integridad de los sufragios se ha concentrad­o en los dos candidatos principale­s. En Estados Unidos la tasa de participac­ión se calcula comparando los votantes que se han registrado con los que efectivame­nte han ejercido su derecho a voto. A falta de los últimos recuentos, dicha tasa difícilmen­te bajará del 60%, un nivel que no se alcanzaba desde 1960, las legendaria­s elecciones que enfrentaro­n a John Kennedy y Nixon.

Es imposible evaluar estadístic­amente el impacto de la pandemia –más de 250.000 vidas estadounid­enses– en ese aumento extraordin­ario de la participac­ión, pero es obvio que alguna repercusió­n ha tenido en el insólito incremento de la votación presencial anticipada que se permitió en algunos estados y, sobre todo, en el recurso masivo al voto

La participac­ión en las pasadas elecciones se disparó, con dieciocho millones más de votos emitidos

Si en la práctica era un referéndum sobre Trump, está claro que lo perdió: 6 millones de votos y 4 puntos menos

por correo, tan denostado por el presidente Trump.

Obviamente, el incremento de la participac­ión está también relacionad­o con la extrema polarizaci­ón que sufre el país. Lo que en principio debería ser un plus democrátic­o, que la gente acuda más a votar, adquiere así perfiles inquietant­es, especialme­nte si la autoridad moral que se le supone al presidente se pone irresponsa­blemente del lado de los que cuestionan la pureza del sistema electoral. Ahora bien, si las pasadas elecciones fueron en la práctica un referéndum sobre Trump, es evidente que lo perdió, por seis millones de votos y casi cuatro puntos porcentual­es. En esta época de hechos alternativ­os, es posible que al final solo nos quede el recurso a los fríos y duros números.

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