La Vanguardia

La ley Celaá se queda corta

- Begoña Gómez Urzaiz

Que el mejor uso que hayan encontrado los diputados de Vox, PP y algunos de los de Cs para la palabra libertad sea gritarla para protestar contra la ley Celaá se puede calificar de irónico, cínico o patético, según tenga una el día y la pandemia.

El pasado jueves, cuando se votaba la nueva ley educativa, sus señorías se montaron una batucada en los atriles a la que no se unieron los representa­ntes de Jxcat, quién sabe si por timidez, porque ese mismo día les tumbaron una enmienda pro concertada. En esta materia, el espacio posconverg­ente jamás ha tenido manías a la hora de ir de la mano del PP, y ahora también de Vox.

Con la de contextos que hay para reclamar libertad la derecha ha ido a escoger uno muy discutible. Por encima de la libertad de elección de centro –que no se está vulnerando: existe una amplia red de colegios privados, cada uno con su credo y su ethos, que cualquiera puede utilizar, si le alcanza el cash– está el derecho a la educación de todos los niños, y ese, ahora mismo, solo lo garantizan los centros que no cobran cuotas, no discrimina­n por renta ni capacidade­s y cuya plantilla está formada por funcionari­os y no por docentes escogidos a dedo. Es decir, la escuela pública, laica y gratuita. La que escolariza al 98% de los hijos de familias con rentas bajas.

Si de algo adolece la ley Celaá es de una excesiva languidez a la hora de abordar esta cuestión que ningún gobierno socialista se ha atrevido a afrontar como se debería, con un progresivo des-concierto de todos los colegios que llevan en algunos casos más de cuatro décadas incumplien­do la ley, recibiendo financiaci­ón del Estado y cargando a las familias, que a menudo han caído ahí sin buscarlo –en algunos barrios, la falta de oferta pública es escandalos­a–, recibos que pueden ir de los 100 a los 950 euros que cobra la escuela que tiene el récord en la materia, la St. Paul’s de Barcelona.

Se pide consenso siempre en esta materia. Pónganse de acuerdo para una ley que dure más de una legislatur­a, se les dice siempre. Sería deseable, desde luego, pero no hay consenso posible si una de las partes busca el bien de todos y la otra, solo el bien de los suyos. Tal como están las cosas, nadie puede tener duda de que defender la concertada es de derechas (¡li-ber-tad!), de la peor derecha. Y, sí, eso incluye también a la concertada laica y elitista que se dice progresist­a, aunque allí les pueda dar apuro repartir los lazos naranjas de la nueva cruzada.

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