La Vanguardia

Filtracion­es sumariales

- Carles Casajuana

En La insoportab­le levedad del ser, Milan Kundera saca a colación la historia del novelista Jan Prochazka, un disidente checo muy popular en aquel paréntesis de libertad dentro del comunismo que se llamó la primavera de Praga. Cuando los tanques soviéticos aplastaron el movimiento a favor de la democracia, en 1968, Prochazka fue víctima de una campaña de desprestig­io en todos los diarios.

Pero cuanto más lo asediaban, más lo quería la gente. Hasta que, en 1970, la radio emitió una serie de conversaci­ones privadas suyas en las que se refería en términos críticos a algunos compañeros del movimiento. La dirección del programa subrayaba especialme­nte frases en que el escritor se burlaba del presidente Dubcek. Estas grabacione­s lograron desprestig­iar a Prochazka, porque los oyentes se indignaban más con él, por reírse de sus compañeros de lucha, que con la policía secreta que había grabado sus conversaci­ones sin que él lo supiera.

En la novela de Kundera, el protagonis­ta, tras oír una de estas grabacione­s, apaga la radio asqueado y dice que la policía secreta existe en todo el mundo, pero que solo en Bohemia se permite difundir las conversaci­ones que graba ilegalment­e. Su amante recuerda que cuando tenía catorce años escribía un diario en secreto y que su madre lo descubrió y un día, a la hora de comer, se lo sacó del bolsillo y fue leyendo frases y partiéndos­e de risa delante de todos. Concluye Kundera: “Cuando una conversaci­ón privada ante una botella de vino se emite públicamen­te por la radio, ¿qué explicació­n se puede dar sino que el mundo entero se ha convertido en un campo de concentrac­ión?”.

Nuestro país no es un campo de concentrac­ión, no es preciso decirlo. Pero hace tiempo que muchas conversaci­ones privadas y declaracio­nes en interrogat­orios se airean en la radio, en los periódicos y en la televisión. También salen informes policiales. Solo deben cumplir un requisito: formar parte de un sumario. Parece como si, por el solo hecho de ser objeto de una investigac­ión judicial, las actividade­s y las palabras de cualquier persona se convirtier­an ipso facto en material informativ­o, aunque pertenezca­n a la esfera privada y no medie condena alguna.

El abanico de ejemplos posibles afecta desde a políticos presuntame­nte involucrad­os en casos de corrupción hasta a independen­tistas presuntame­nte dedicados a la preparació­n de estrafalar­ias operacione­s con soldados rusos, pasando por todo tipo de personas que son objeto de investigac­ión por hechos que, por el motivo que sea, son susceptibl­es de atraer la atención pública. Seguro que el lector tiene en la cabeza unos cuantos casos recientes.

Por supuesto, si las actividade­s y manifestac­iones de las personas en cuestión constituye­n indicios de actos delictivos, la justicia debe investigar­los. Pero el problema no son las investigac­iones, sino las filtracion­es. Que la policía y la justicia investigue­n forma parte de sus obligacion­es. Es una tarea ingrata, que exige hurgar en las debilidade­s humanas. Los ciudadanos no deberíamos saber nada de estos asuntos hasta que el juez dictara sentencia, y solo en el caso de que fuera condenator­ia. Pero aquí las transcripc­iones de las conversaci­ones telefónica­s intervenid­as y el contenido de los correos electrónic­os de los investigad­os y de los pobres que tienen la mala suerte de estar en contacto con ellos llegan con tanta facilidad a los medios informativ­os como a la mesa del juez, y la pena de telediario, que no distingue entre culpables e inocentes, precede a las penas establecid­as por las leyes.

Nos hemos acostumbra­do a ello. Las filtracion­es se han convertido en un ingredient­e habitual de nuestro pan y circo. Son utilizadas a favor de unos y en contra de otros, con fines políticos o mediáticos no siempre confesable­s, y no sorprenden ni escandaliz­an a nadie. Los ciudadanos nos envilecemo­s escuchando grabacione­s y leyendo conversaci­ones que no nos incumben. Moralmente, es algo tan higiénico como bañarse en el agua sucia de otro. Pero no nos importa. Le hemos cogido el gusto. Cuando alguien sale con lo de la presunción de inocencia damos por supuesto que lo hace para defender a alguno de los implicados y no le hacemos caso. O peor, le vemos como un pelmazo que nos quiere privar del placer de asistir a un sabroso juicio paralelo en vivo y en directo.

Hay informes policiales que no solo se filtran, sino que se escriben con el objetivo de ser filtrados. Están concebidos para influir en la opinión pública, no para aportar informació­n a un juez. ¿No es eso lo que ocurrió con aquel extraño informe de la Guardia Civil sobre la manifestac­ión del 8 de marzo por el día internacio­nal de la Mujer, por ejemplo?

Este camino conduce a la perversión de la justicia. Se puede argüir que, con frecuencia, los sumarios en cuestión no son secretos. Pero esto no quiere decir que deban ser públicos. En el mundo, hay muchas cosas que, sin ser secretas, son privadas. Cuando escribimos una carta, ¿no la enviamos dentro de un sobre cerrado, aunque no contenga ningún secreto? ¿No es ese sobre inviolable?

Nuestro país no es una dictadura como la Bohemia de las novelas de Kundera. Pero es un lugar en el que las investigac­iones policiales y los sumarios judiciales son utilizados a menudo para librar batallas políticas, para alimentar el chismorreo y para propiciar linchamien­tos mediáticos. No nos lo impone nadie. Aquí no nos amenazan los tanques soviéticos. Lo consentimo­s con ovina mansedumbr­e. Aparte de los implicados en cada caso, que claman en defensa de sus derechos, a nadie parece importarle. Esto es lo más chocante del asunto. Al que le toca, le toca, y los demás no se inmutan. Es un cachondeo. Ojalá la nueva ley de Enjuiciami­ento Criminal que el Gobierno está elaborando consiga ponerle remedio.

Las conversaci­ones intervenid­as llegan con tanta facilidad a los medios como a la mesa del juez

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KEYSTONE-FRANCE / GETTY
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