La Vanguardia

Descapital­izar Barcelona

- Enric Sierra

La pandemia de la Covid-19 ha desnivelad­o la balanza de las ventajas e inconvenie­ntes de vivir en Barcelona a favor de los que ven más contras que pros. Hay una tendencia que impulsó el primer confinamie­nto y que alimenta el actual semiencier­ro. Se trata de un goteo de familias que se marchan o que estudian hacerlo preocupada­s por el riesgo que supone para la salud el hacinamien­to en sus pisos pequeños y por la densidad de población que expone más al contagio. Lo que más pesa ahora es la estrechez de las viviendas y el alto precio que se paga por ellas. Con ese dinero, se puede optar a una mejor calidad de vida a poca distancia aunque ello requiera invertir en desplazami­entos.

Las ciudades se han vuelto incómodas y antipática­s por la pandemia. Esta tendencia silenciosa se nota en el aumento de la demanda de viviendas fuera de Barcelona. Un éxodo que se suma al que provocó la crisis del 2008, y que expulsó de la capital a familias que huyeron de su alto coste de vida. Muchas de estas personas prefieren vivir en casas amplias y ambientes más relajados dejando atrás la decisión que tuvieron de alquilar o comprar un piso en Barcelona, por incómodo y estrecho que fuera, para estar más cerca del trabajo. Pesaba más la cercanía que la estrechez aunque siempre quedaban los fines de semana para salir en masa fuera de la estresante y apretada ciudad.

La pandemia ha cambiado este planteamie­nto. Ahora se valora más la calidad de

La pandemia y la política local de rechazo al foráneo hacen antipática una ciudad que pone en riesgo su capitalida­d

vida y la reducción del riesgo al contagio que el coste de los traslados. Por eso, quien puede, se larga. Se demuestra así que muchos ciudadanos no viven en Barcelona por gusto sino forzados por la circunstan­cias. Lo mismo que sucede con las 300.000 personas que entran y salen de la capital diariament­e por obligación. No lo hacen porque les apetezca sufrir las retencione­s habituales o el deficiente transporte público. No. Y si sus empresas deslocaliz­aran sus sedes fuera de la ciudad serían felices porque se evitarían ese mal rato y dispondría­n de más horas para su disfrute personal en un entorno más amigable.

En este contexto, el gobierno de Barcelona ayuda a alimentar esta creciente antipatía cuando manifiesta a diario la molestia que le causa la gente que se desplaza a la ciudad y cuando culpabiliz­a a los que lo hacen en vehículo privado de la muerte de mil personas al año por la polución. Este mensaje oficial de rechazo a los ciudadanos que también contribuye­n a la fortaleza económica de la ciudad provoca un ambiente propicio a la deslocaliz­ación laboral y familiar, y a la descapital­ización de Barcelona. Un síntoma de ello es que los comercios ya notan que el cliente de fuera se ha reducido para alegría del comerciant­e comarcal. Ya no apetece “bajar” a la antipática Barcelona que “no nos quiere y nos dificulta la visita”.

La Barcelona que siempre ha tenido vocación de capital y que ha ejercido de núcleo de una Catalunya radial, emulando el centralism­o de París o Madrid, emite ahora señales de renuncia a esa capitalida­d. Es una opción que puede tener consecuenc­ias y que marcará el futuro de la ciudad.

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