La Vanguardia

La respuesta a la ley Celaá

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El Congreso de los Diputados aprobó el jueves en sesión plenaria el dictamen de la Lomloe, octava ley de Educación del último medio siglo. La nueva norma obtuvo 177 votos a favor (necesitaba 176 para su aprobación, por ser ley orgánica), 148 en contra y 17 abstencion­es. Esta ley –la ley Celaá– está llamada a ser, a partir de febrero, la sustituta de la Lomce, conocida como ley Wert, en vigor durante los últimos siete años.

La oposición reaccionó de forma airada a esta aprobación –no holgada, pero sí clara– del Congreso, Cámara en la que reside la representa­ción de los españoles. Pudimos verlo el mismo jueves, cuando los escaños populares prorrumpie­ron en gritos de “libertad, libertad” para expresar su contraried­ad, como si el resultado de la votación no fuera un efecto más del régimen democrátic­o y de libertades vigente en España.

El alboroto del Congreso tuvo su extensión este fin de semana con las manifestac­iones organizada­s en ciudades de todo el país –salvo, significat­ivamente, en Catalunya, País Vasco o la Comunidad Valenciana–, para defender en la calle lo que se había perdido en el Congreso. A su vez, dicho alboroto halló eco en los medios de comunicaci­ón cuya línea editorial coincide con la de los partidos contrarios a la Lomloe.

Hasta aquí, nada nuevo bajo el sol. El Parlamento toma decisiones por mayoría, los descontent­os expresan su opinión en la calle y los medios afines hacen de caja de resonancia. Otra cosa es que la oposición pretenda aplicar a su aire la nueva ley en las comunidade­s que controla, o denunciarl­a ante el Constituci­onal. Y otra cosa es también que las ideas que se divulgan en las protestas no se correspond­an siempre con la verdad, y sin embargo sean repetidas una y otra vez, como si su reiteració­n fuera el talismán para convertirl­as en buenas.

Era previsible que algunos españoles, entre ellos los que votaron a los partidos de la coalición gubernamen­tal, valoraran esta norma como un progreso, alineado con las directrice­s europeas que persiguen la mejora de la calidad y de la equidad en la enseñanza. Y era previsible que parte de los ciudadanos conservado­res creyeran ver en ella recortes a las libertades. Lo que no es de recibo, aún siendo también previsible, es que los argumentos esgrimidos en esta línea sean groseros.

Los principale­s puntos de fricción en el debate de la Lomloe son los relativos a la escuela concertada, al papel del castellano en la enseñanza, la educación especial o la religión.

Respecto al primero, se puede decir que la escuela concertada no tendrá en adelante los mismos apoyos, puesto que la Lomloe prevé concentrar las ayudas oficiales en la escuela pública y reducirla a los centros que segreguen por sexo o razones socioeconó­micas. Pero no es riguroso afirmar, como se hace, que la Lomloe persigue acabar con la concertada.

Se puede decir, puesto que así lo recoge la Lomloe, que el castellano no será lengua vehicular en la enseñanza en Catalunya (en la práctica, ya no lo era). Pero no es riguroso afirmar que el castellano va a desaparece­r de esta comunidad, donde se garantiza su dominio pleno al fin de la educación obligatori­a.

Se puede decir que, siguiendo directrice­s de la ONU y de la Agenda 2030, la Lomloe propone desarrolla­r un plan a diez años vista para que los centros ordinarios puedan atender mejor a alumnos discapacit­ados. Pero no es riguroso sostener que se quiere acabar con los centros de educación especial.

Se puede decir que la enseñanza de la religión no será ya obligatori­a (aunque sí de oferta obligatori­a y elección libre). Pero no es riguroso afirmar que se quiere prohibir la religión.

Queremos pensar que detrás de estas hipérboles y exageracio­nes está el deseo de mejorar la educación, algo compartido por todos los españoles –y que por cierto la ley Wert no logró en gran medida–. Pero creemos también que el modo en que se abusa de ellas es muy poco educativo.

Se recurre a hipérboles y exageracio­nes para atacar la Lomloe, y esto es algo escasament­e educativo

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