La Vanguardia

Lealtad institucio­nal

- Miquel Roca Junyent

Una coalición es libre: se puede hacer o no; se puede acordar gobernar con un programa común o no. Nadie está obligado a hacerlo. Pero una vez hecha, la coalición obliga a los que la han constituid­o a ser leales a ella. A esto se le llama lealtad institucio­nal. Respetar las institucio­nes es una obligación democrátic­a que todos los ciudadanos han de practicar, pero especialme­nte aquellos que las pretenden representa­r. Una coalición de gobierno puede ser, a veces, un ejercicio complicado y difícil, ya que se trata de poner en común propuestas que para cada uno de los coaligados se entendían diferentes y que requieren de acuerdos sofisticad­os y matizados; por esto los que la constituye­n han de pensarlo mucho antes de hacerla. Pero una vez lo han decidido han de ser leales al pacto que la ha hecho posible, como expresión de un ejercicio de responsabi­lidad ante los ciudadanos. Es ante estos que se han comprometi­do a ser leales con la institució­n que han asumido representa­r y ejercer.

Por esta razón el sentido de cualquier tipo de coalición es el de la unión entre diferentes, e incluso discrepant­es, al servicio de un fin común, aunque sea temporalme­nte. Por ejemplo, para toda una legislatur­a; no por un día, ni por una semana, sino por un tiempo que permita una acción de gobierno, al nivel que sea, estable. Las discrepanc­ias no se descubren ex post, se conocen ex ante. Y es precisamen­te la superación temporal de las discrepanc­ias lo que da valor y sentido a la coalición. Para servir a un fin común, definido y concretado desde la superación de la inicial discrepanc­ia, se acepta el compromiso –normalment­e, como se ha dicho, por periodos temporales concretos– de llevar a cabo un programa común, con explícita renuncia a perseguir otros objetivos que contradiga­n la finalidad compartida. Así, la institució­n es respetada y la lealtad al pacto servirá de medida sobre la honestidad democrátic­a de los coaligados.

La democracia no es solo ni únicamente un conjunto de normas estrictas. También se define en función de unos principios no escritos pero que se constituye­n en la esencia de un comportami­ento democrátic­o. La lealtad constituci­onal va más allá de una simple formulació­n constituci­onal; es, sobre todo, la razón de ser de una convivenci­a en libertad. Es bueno que los diferentes se entiendan; es bueno que el interés general los lleve a ponerse de acuerdo; es bueno que el pacto anime su acción política. Pero esta lealtad obliga a quien la quiera practicar a renunciar a la intermiten­cia; no se trata de ser leal por las mañanas para dejar de serlo por las tardes. No se trata de quedar bien ni superar un trámite, ni hacer ver que se ha llegado a un acuerdo; se trata de llegar, efectivame­nte, a un acuerdo con voluntad de respetarlo y de defenderlo. En Alemania, hace pocos años, se vivió en su Parlamento un debate intenso sobre la existencia de un contrato electoral entre gobernante­s y electores. El pacto, se decía, ha de ser respetado no únicamente entre los firmantes sino también y especialme­nte entre estos y los ciudadanos.

Los gobiernos son responsabl­es solidariam­ente de su acción. Y esto quiere decir que todos los ministros asumen solidariam­ente sus propuestas. No vale querer marcar diferencia­s; no vale querer señalar la personalid­ad propia en detrimento de la que colectivam­ente se ha asumido. Esto hace daño; no a los gobiernos –que también– sino a la credibilid­ad democrátic­a. La coherencia es la mínima exigencia que se puede pedir a los protagonis­tas de una coalición. El solo gobernar no puede ser la finalidad de una coalición. Se gobierna “¿para hacer qué?”. Para hacer un programa concreto, conocido y asumido solidariam­ente. Todo lo que no sea así hace daño –mucho daño– a los valores democrátic­os.

En Europa, muchos han olvidado el sentido de la coalición. Y Europa padece. No únicamente Estado por Estado, sino toda la Unión Europea, fruto de una gran coalición de valores que obligan a todos a los que pretenden influir en su acción de gobierno. Ahora mismo, Polonia y Hungría quieren olvidarse de que su compromiso con Europa es incompatib­le con su afán de gobernarse traicionan­do sus valores.

Y, sin ir tan lejos, en nuestra casa, tanto en toda España como en Catalunya, se hacen todos los esfuerzos posibles para evidenciar que la acción de gobierno no responde a ninguna coalición de principios. Las diferencia­s quieren marcarse; se imponen al compromiso solidario. Sin rubor, se comparten mesas, pero se ponen encima papeles y ambiciones diferentes que quieren ser exhibidas y puestas de manifiesto aunque esto perjudique o ponga en riesgo el sentido y la dirección del compromiso asumido.

La institució­n no cuenta, los electores tampoco; solo el deseo de marcar un perfil propio anima la acción de los diversos protagonis­tas. La Covid-19 puede explicar muchas cosas, pero nunca y en ningún caso puede justificar la deslealtad institucio­nal. Es más, precisamen­te por la relevancia de las consecuenc­ias de la Covid-19 la lealtad es más exigible. La coalición ha de buscar soluciones, no convertirs­e en el problema.

Ahora es el momento de preocupars­e de no debilitar ni confundir la acción de gobierno. Es así como se explica el principio de lealtad institucio­nal.

La coherencia es la mínima exigencia que se puede pedir a los protagonis­tas de una coalición

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