La Vanguardia

El virus autoritari­o

- Gabriel Magalhães

El archipiéla­go de las Azores es un paraíso hecho añicos en medio del Atlántico Norte. Nueve islas con volcanes dormidos, cuyos cráteres se han transforma­do en lagunas de tarjeta postal, mucho verde en el paisaje moteado de vacas y de flores, todo esto bajo lloviznas tozudas, nieblas sonámbulas y una temperatur­a amena, de invernader­o.

Muy de cuando en cuando, destrozand­o el suave vaivén de la vida cotidiana, un temporal, un terremoto. Y, precisamen­te, lo último que ha ocurrido en las Azores es un sismo político.

En las recientes elecciones regionales el Partido Socialista, que gobernaba allí hacía 24 años, perdió la mayoría absoluta, y la oposición conservado­ra se ha organizado para arrebatarl­e el poder a través de un acuerdo de compleja ingeniería política que incluye a la extrema derecha portuguesa, un partido llamado Chega! (¡Basta!, en castellano). O sea, está pasando ahora en las lusas Azores lo que ocurrió en la Andalucía española. Ya tenemos, pues, una ultraderec­ha influyente en toda la península Ibérica.

Así está llegando hasta nosotros el autoritari­smo de medio o alto voltaje que cunde actualment­e en el mundo. Se ha formado en el planeta un club de abusones, una peña que incluye criaturas de los más diversos pelajes: desde el derrotado Trump, con la victoria de sus más de 73 millones de votos, hasta esa mutación de la férrea dictadura del proletaria­do envuelta en el celofán del desarrollo técnico y económico que representa Xi Jinping. Están, además, Putin y Orbán. Y cosas más vetustas como Nicolás Maduro o los regímenes jurásicos de Arabia Saudí, Cuba y Corea del Norte.

Hablábamos de Trump, y él es la prueba de que el virus autoritari­o ha infectado a las democracia­s más respetable­s. Hace unos días, un comentaris­ta estrella de la televisión portuguesa, una persona moderada, declaraba que China demuestra que una dictadura puede combatir mejor el coronaviru­s. Nosotros, los occidental­es, tendríamos a cambio la libertad. Cuidado con estas afirmacion­es. Ya falta poco para plantear que China prueba que una dictadura permite una economía más solvente. Y así se va implantand­o, poco a poco, la idea de que el autoritari­smo es más eficaz que la democracia.

El modelo occidental derrotó al imperio soviético porque permitía que la gente viviera mejor. Fue una cuestión de músculo económico lo que decidió el gran pulso mundial de la guerra fría. Ahora China nos devuelve, desde el Extremo Oriente, el embrujo con que hechizamos al mundo comunista; lo que ellos poseen, y por ello combaten mejor la Covid-19, es riqueza: pueden construir un hospital en diez días o hacer nueve millones de pruebas por la aparición de doce casos. En Europa, en Estados Unidos, se está combatiend­o la enfermedad con una callada, avergonzad­a modestia de medios sanitarios.

No obstante, a pesar del sortilegio chino, en Estados Unidos la libertad ha ganado las elecciones presidenci­ales, unos comicios que muchos hemos acompañado con el corazón en un puño. Jamás me creí esa versión que cundía en los medios de que Joe Biden era un candidato débil, poco convincent­e, porque la magnífica película El vicio del poder, de Adam Mckay, me enseñó que, a veces, en la política norteameri­cana pocas cosas hay más duras de pelar que un vicepresid­ente. Escuchando los varios discursos del electo Biden, confirmé que era la persona adecuada para este tiempo: estamos ante un maravillos­o volver a empezar.

Ya sé que, en muchos ambientes europeos, cuando se habla de Estados Unidos surge una sonrisa escéptica, socarrona, que se cuela en nuestros rostros. Lo consideram­os un país con truco: una perversa partida de póquer con las cartas marcadas. Un casino de cinismos. Pero, después de escucharlo­s, creo que Biden y Harris aportan algo nuevo: un regreso sincero a la ética, sin la cual la libertad no sirve de nada; una compasión auténtica por la gente que lo está pasando mal; un deseo de enfrentar los grandes dramas sociales de la sociedad de su país; todo esto con un caudal enorme de experienci­a y juventud.

El virus autoritari­o ha llegado a ese fin del mundo portugués que son las Azores. Se trata de una infección que está muy presente en Europa, también en la península Ibérica, en todo tipo de partidos y movimiento­s. Y cuyo núcleo radiactivo principal se encuentra en China. Todo eso es cierto, pero, al mismo tiempo, en Estados Unidos las personas se han movilizado para conservar su dignidad humana. Ese remolino de la ciudadanía en busca de otra cosa, que no fuera un autoritari­smo burdo, ha sido admirable. Una lección dada en las urnas a todos nosotros. Si Trump hubiera ganado, el mundo sería hoy una triste tiniebla. Mientras tanto, esta pugna va a seguir presente. Es uno de los dilemas cruciales de los próximos años, y en cada país se reflejará de un modo particular. Se trata de una pandemia política que va para largo. Una pandemia en la que lo que funciona no es la mascarilla, sino dar la cara. Ojalá nuestro corazón no abandone jamás los rumbos de la libertad.

Biden y Harris aportan algo nuevo: un regreso sincero a la ética, sin la cual la libertad no sirve de nada

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CAROLYN KASTER / AP
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