La Vanguardia

Esperando la vacuna

- Francesc-marc Álvaro

Joan Fuster habría cumplido ayer lunes noventa y ocho años si no hubiera muerto en junio de 1992. ¿Qué escribiría sobre la pandemia el sabio de Sueca? Me gusta especular con los posibles análisis de urgencia que pondrían encima de la mesa algunas mentes preclaras que ya no están entre nosotros. Quien dice Fuster dice también Baltasar Porcel, Montserrat Roig o Jaume Lorés. Los maestros se van, pero el mundo va rodando indiferent­e a las ausencias que hacen mella en nuestro jardín. Esperando la vacuna que nos ha de sacar del pozo, la voz de los muertos invita a huir de la actualidad por el escotillón del presente. Tres días antes de viajar a Sueca para conocer y entrevista­r a Fuster, ocurrió su fallecimie­nto; siempre añoraré el encuentro que se abortó cuando ya tenía docenas de preguntas en la libreta de espiral.

Han abierto los bares tras días de calles sin alma. Hojeo el libro mientras tomo un café en la terraza del establecim­iento que cobija a los habituales del barrio. Fuster me habla como si lo tuviera delante, tomando un whisky: “El concepto de gente solo se nos hace evidente cuando, ni que sea mentalment­e, nos hemos separado del mismo. Más todavía: en la medida en que llegamos al concepto de gente, ya hemos dejado de formar parte de la gente, dejamos de ser gente, aunque nuestra presencia física continúe insertada en la aglomeraci­ón”. Totalmente de acuerdo. Con el trompazo de la Covid19, lo que ha desapareci­do es la gente, porque la gente –al por mayor– es lo que necesita el virus para existir y perpetuars­e. La desaparici­ón de las masas –de la gente– es nuestra disolución en un no espacio (el confinamie­nto doméstico) metafórico y real a la vez, que imita la posibilida­d de una vida secreta como única existencia permitida. Nunca había añorado tanto a la gente y nunca me ha estorbado tanto. Soy también esta gente que va loca por una consumició­n fuera de casa, soy un náufrago agarrado al cortado o la cerveza.

Pasa el tío Baixamar hacia la estación y suelta la vieja frase menestral, que parece revolucion­aria y –con perdón– disruptiva: “Mucha gente y pocas personas”. Baixamar es un misántropo empedernid­o, pero necesita el ritual del bar, como drenaje de la melancolía. Ahora bien, no soporta los lugares abarrotado­s. Los cuerpos se acumulan en las terrazas de los negocios que favorecen la conversaci­ón o lo que lo parece. ¿Libertad asequible o jaula indolora? Las pesadillas de Foucault contra la Europa de los cafés idealizada por Steiner. Que cada uno adopte la fábula que más lo reconforte, antes de que llegue la vacuna.

Nunca había añorado tanto a la gente y nunca me ha estorbado tanto

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