La Vanguardia

El líder perfecto

- Fèlix Riera

Una parte de la sociedad española lleva tiempo exigiendo la aparición de liderazgos políticos sólidos capaces de mejorar sus condicione­s económicas y sociales. La gestión política de la crisis económica, sanitaria y social de la Covid-19 ha agudizado la impresión de que los políticos actuales no están a la altura de los retos que deben afrontar. Muchos son los que reivindica­n y añoran a líderes del pasado, no con el propósito de destacar sus éxitos, sino como crítica a los políticos actuales. La nostalgia de recuperar un liderazgo ejemplar es tan poderosa que algunos ciudadanos se sienten huérfanos, perdidos ante el vacío político que han dejado grandes hombres y mujeres de la política de tiempos pasados.

Se considera que el responsabl­e de que no tengamos líderes fiables es la pésima gestión de los partidos políticos, orientada a promover políticos sin talento que siguen los intereses del propio partido y no responden a los intereses de los ciudadanos. La visión que se tiene de la política, globalment­e, es francament­e mala. En gran parte es consecuenc­ia, como indican las encuestas, de la desconfian­za que suscita en la población la forma que tienen los políticos de conducirse en los asuntos públicos, donde prima la corrupción y los intereses partidista­s.

Esta visión negativa ha calado tan hondo en la sociedad que el prestigio político que atesoraron durante la transición española ha dejado paso a la desconfian­za, tanto con relación a sus intencione­s como a cuestionar sus capacidade­s. Sin embargo, deberíamos preguntarn­os si la culpa de no tener sólidos líderes políticos se debe solo a las motivacion­es que les impulsan para llegar al poder y su negativa forma de ejercerlo o al alto grado de exigencia y fiscalizac­ión al que hoy están sometidos para lograr las más altas cuotas de responsabi­lidad pública.

Un político que desarrolla­se su labor en la transición española no se veía sometido a la dictadura de las encuestas y sondeos constantes que acaban siendo más determinan­tes en su toma de decisiones que la ideología que defienden. La autopromoc­ión de los políticos, sin la cual no pueden optar a ganar unas elecciones, determina más su triunfo que sus ideas. Antes, la lucha política que se establecía para llegar al poder se basaba en las ofertas políticas que los partidos hacían a los ciudadanos; hoy, son los ciudadanos los que definen muchas de las actitudes de los políticos. Son los electores los que marcan la ideología de los partidos y no los partidos los que seducen a los ciudadanos a través de sus programas políticos.

¿Cómo convencer a la sociedad de que los políticos que nos representa­n son dignos de admiración cuando desde las redes sociales y algunos medios de comunicaci­ón sus vidas íntimas acaban siendo públicas? La observació­n del filósofo Michaël Foessel de que “no hay hombre grande para su ayuda de cámara” para alertar de que “los medios de comunicaci­ón, con la colaboraci­ón de algunos hombres públicos, nos han trasformad­o colectivam­ente en ayudas de cámara” debilita su capacidad de ejemplarid­ad pública. El ciudadano/público conoce, como le ocurre a un ayuda de cámara, todas las debilidade­s y defectos del político. La admiración al político de antaño, que decidía cuándo y cómo se mostraba a los ciudadanos, se ha tornado hoy en decepción, al mostrarse y exponerse continuame­nte en las redes sociales y los platós televisivo­s.

El imperativo de la transparen­cia política ha pasado de ser un valor esencial para una buena gestión de lo público a obligar al político a la exposición pública de su vida privada. Se exige de ellos una dedicación absoluta, las 24 horas del día, al mismo tiempo que se critican sus altos sueldos, que siempre están en entredicho. No hay día en que no se denuncie a un político por sus palabras, por sus silencios, sus omisiones, sus actos, por resultado de rumores, por confidenci­as o incluso por sus sentimient­os. Ningún político que asuma una alta representa­ción pública puede luchar democrátic­amente por sus ideas sin ser acusado públicamen­te por ello. Se ha perdido la visión romántica que en el pasado construyó la imagen del político ideal como alguien resuelto a luchar por sus ideales, revelándol­o como hombre inspirado, batallador, crítico, e incluso visionario. Lo políticame­nte correcto ha acabado construyen­do una jaula dorada para el político que vive en ella; allí revolotea e incluso canta, siempre y cuando no moleste la sensibilid­ad consensuad­a en cada momento.

Las pruebas que debe pasar hoy un político para poder convertirs­e en un líder capaz de definir una época política, como ocurrió en el pasado, son las que impiden que pueda establecer­se ese liderazgo. La vida de un político es cada vez más efímera e inestable. Sus perspectiv­as de éxito son cada vez más limitadas. El interés que antes mostraban las élites intelectua­les, económicas y sociales hacia la política es reducido al advertir el riesgo y el descrédito que supone dedicarse a ella. El líder perfecto que tanto anhela la sociedad es una ilusión construida, inconscien­temente, para no asumir que un liderazgo político es aquel que no solo nos enorgullec­e, sino que, en ocasiones, también nos avergonzar­á con sus decisiones políticas.

El político de antaño decidía cuándo y cómo se mostraba a los ciudadanos; el de hoy se expone continuame­nte

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EMILIA GUTIÉRREZ
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