La Vanguardia

Políticas de lobby (VIII)

- Josep Maria Ruiz Simon

Cuando apenas habían pasado tres semanas de la muerte de Franco, Jordi Pujol pronunció un curioso discurso en la Aliança del Poblenou. El título con el que se había anunciado evocaba un viejo tema con música de Renan y letra de Vicens Vives: El catalanism­o: una voluntad de ser, una voluntad de crear. Pero también se habría podido titular Algunas lecciones sobre la hegemonía dictadas por el líder de quienes aspiran a conquistar­la. En aquellos años, como ahora, se hablaba mucho de hegemonía. Gramsci, que había encontrado en Solé Tura un prolífico traductor y en Manuel Sacristán un aplicado intérprete, se había convertido en un fenómeno editorial y, en algunos círculos marxistas, que entonces tenían un larguísimo diámetro, se leían con devoción ascética los libros que escribía con una prosa de espesura sádica Nicos Poulantzas. En Poder político y clases sociales en el Estado capitalist­a (1968), Poulantzas había criticado la estrategia gramsciana, que mantenía que, antes de asaltar el poder, la clase obrera debía conquistar la hegemonía convirtien­do su visión del mundo en una ideología prevalente en la sociedad. Según él, Gramsci había malinterpr­etado Lenin. Lenin había hablado de hegemonía para describir algunas prácticas de las clases sociales que ejercían el dominio en las sociedades capitalist­as. Y reciclar este concepto para promover la idea de que la revolución pasaba por convertir en socialment­e dominante la concepción del mundo propia de la vanguardia de los dominados era tan ingenuo como construir una casa sobre la arena.

Según Poulantzas, la hegemonía se logra realmente cuando una clase o la fracción de una clase social ya dominante consigue presentars­e como la encarnació­n del interés general del pueblo-nación. Con unos instrument­os conceptual­es que parecen sacados de la caja de herramient­as de su libro de 1968, el discurso del hombre fuerte de Banca Catalana describía el perfil que un “grupo con aspiracion­es hegemónica­s”, es decir, un grupo que no actuara solo “en función de una defensa muy particular de intereses”, sino que aspirara a “imponer su concepto de sociedad”, debía adoptar para obtener tanto esta posición como el poder que otorga. Se trataba de conseguir, bajo la dirección de ese grupo y con la participac­ión de otras clases o fracciones de clases sociales, una “unidad eficaz”, basada en “sectores hegemónico­s o capaces de serlo que tuvieran bastante fuerza e incidencia para imponerse” y “obligar al resto del país a seguir su línea o excluirse”. Y esto, añadía, solo era posible si ese grupo interpreta­ba mejor que otros el momento y ofrecía propuestas que satisficie­ran las expectativ­as generales y sobre todo las de las heterogéne­as “capas medianas” y populares que se pretendía integrar en el proyecto, que habrían sido las que históricam­ente habían mantenido vivo el hecho nacional catalán. En la Catalunya del tardofranq­uismo, el PSUC había ganado su posición principal en la oposición siguiendo la estrategia gramsciana. En su conferenci­a, Pujol proponía, en cambio, edificar poulanzian­amente sobre roca un nuevo poder político.

El PSUC había ganado su posición siguiendo la estrategia gramsciana

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