La Vanguardia

Enseñar a dividir

- Antoni Puigverd

Hablando de educación, hay que empezar por las obviedades. El PP tendría derecho a rasgarse las vestiduras contra la Ley Celaá y a propugnar la desobedien­cia (moda que los independen­tistas catalanes han exportado a toda España), si cuando el ministro Wert del PP aprobó la Lomce (2013) lo hubiera hecho con afán pluralista, buscando el consenso con la oposición, evitando que la ley fuera percibida por media España como un trágala. En el Congreso, Wert obtuvo algunos votos más (182) que Celaá (177). Entonces el PP contaba con una confortabl­e mayoría absoluta. Pero ningún otro partido apuntaló la ley ahora corregida. Celaá hace lo mismo que Wert por otra vía: la coalición de PSOE y Podemos encuentra aliados; y se impone.

La ley Celaá es una reversión de los puntos polémicos de la ley Wert. El sociólogo Wert quiso que la religión tuviera estatuto de asignatura evaluable con efecto en la nota global; la profesora de instituto Celaá no elimina la religión, pero la convierte en irrelevant­e para el historial académico. La escuela privada que concierta acuerdos con los gobiernos autonómico­s obtuvo con la ley Wert un seguro de vida. Tanto es así que, en estos últimos años, han aparecido muchos colegios que ya no responden, como era tradiciona­l, al impulso de una institució­n religiosa o a un proyecto educativo laico (seguidores de Montessori o Piaget, pongamos por caso), sino a fondos de inversión que encuentran

La imposibili­dad de un acuerdo de Estado en educación subraya que España no es nación

en la enseñanza una forma como otra de hacer negocio. No valoro el hecho: me limito a describir esta derivada de la ley Wert. Pues bien, la ley Celaá obstaculiz­a la privada dando clara preeminenc­ia a la escuela pública.

En cuanto a la polémica de las lenguas, el lector recordará que Wert expresó sin rodeos la voluntad de españoliza­r a los niños catalanes. Recentrali­zó los contenidos educativos y oficializó por mera retórica un hecho que el Tribunal Constituci­onal había establecid­o. El castellano debe ser vehicular, pero puesto que la inmersión es constituci­onal, la determinac­ión de las asignatura­s vehiculare­s correspond­e al gestor educativo. La recentrali­zación de Wert podría persistir en Celaá: es la administra­ción la que decide sobre lenguas y contenidos (pero no precisa si se refiere al ministerio o la conselleri­a). La retórica de Wert quedó muy tocada por una sentencia del TC en 2018. Ahora la ley Celaá no niega la vehiculari­dad del castellano, pero amaga con ello para agasajar a ERC que, paradójica­mente, a través del conseller Bargalló parecía querer replantear el pleito lingüístic­o por elevación.

Antes, los ingenuos defendíamo­s que una ley esencial como la de educación debía responder a un acuerdo de Estado. Ahora los ingenuos somos fatalistas. Sabemos que este tipo de acuerdos no se producirán nunca. España demuestra constantem­ente que no es una nación, ya que los partidos o corrientes siempre predominan sobre el todo. No habrá nunca acuerdos de Estado en temas esenciales. El Estado sólo es el botín (o, en el mejor de los casos, el instrument­o) de la política.

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