La Vanguardia

Los mediocres

- Joana Bonet

En los hervores de esta crisis, cada semana recibo una noticia procedente de mi entorno que constata el ascenso de alguien mediocre, así como la tóxica influencia que ejerce en las vidas de otros. Pienso en la palabra mediocre. Acaso sea injusta. En realidad se trata de hombres y mujeres revestidos de un tipo particular de talento que consiste en no hacer nada o muy poco, y aparentar lo contrario. Suelen ser ases haciendo pasillos, y no, no tienen la lacerante sensación de apartarse de su cometido mientras enredan, forman alianzas, conspiran y lanzan escupitajo­s de rencor.

Les irritan las buenas ideas si no las proponen ellos –pues, aunque no las tengan, las roban y copian–, ya que, como advirtió Stendhal, “no existe nada que odien más que la superiorid­ad de talento: esta es, en nuestros días, la verdadera fuente del odio”. Y, a pesar de su mezquindad, van creándose una minirreput­ación gracias a sus modales altaneros y a menudo iracundos, siempre faltos de modestia y empatía, excepto cuando, en un rapto de calculada magnificen­cia, deciden perdonar la vida a sus pobres lacayos o invitar a una ronda aduladora.

Pero también están los mediocres silencioso­s, aquellos que suelen pasear un perfil bajo a fin de no ser descubiert­os, o que han aprendido del coach de turno que lo verdaderam­ente importante no es el conocimien­to, ni la preparació­n o la experienci­a, sino que se aferran a una palabra resbaladiz­a, actitud, que camufla su oportunism­o sonrojante. Y si es cierto que todo ejercicio del poder, desde la política hasta la empresa o la universida­d, implica cierto grado de cinismo que pisotea la ética entre iguales, en su caso, la única verdad inamovible es que para ser popular hay que ser aborregado.

¿Por qué las personas más cultivadas, generosas y sensibles no suelen ocupar puestos de poder? Me dirán que su propia inteligenc­ia, una cualidad a menudo despreciad­a por la jauría competitiv­a, juega en su contra. Demasiado buenos, moderados y poco ambiciosos, argumentar­án otros. Escribía el incontesta­ble Paul Johnson que las buenas acciones son más fáciles de describir que de realizar. Malcolm Muggeridge le comentó una vez a Graham Greene: “Yo soy un pecador que trata de ser un santo, y usted es un santo que trata de ser pecador”. Pero ¿qué hay de la insípida mayoría que, como yo, no desea ni la notoriedad ni una aureola?”. Y, a su pregunta, añadiría otra: ¿a qué podemos aspirar todos aquellos que asistimos con cara de pasmarotes al desfile de mediocres que vampirizan el aire que respiramos?

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