La Vanguardia

La abstención como virtud

- Josep Miró i Ardèvol

Formo parte de la generación que participó activament­e en la transición a la democracia y en sus primeras elecciones. De ellas recuerdo el hecho, que resultó insólito, de llamar a la participac­ión electoral, hasta el extremo de pedir: “Votad aunque sea por otros”. ¿Ingenuidad? Quizá sí, pero sobre todo convencimi­ento de que la consolidac­ión de la democracia exigía la mínima abstención.

Hoy la cuestión no es construir la democracia, sino regenerarl­a. Desde esta perspectiv­a, afirmo que lo mejor que se puede hacer es abstenerse si no se tiene taxativame­nte claro el voto. El sufragio ha dejado de ser, en las actuales condicione­s, una forma de fortalecer la democracia, los derechos y las libertades, para convertirs­e en una coartada del poder, que supedita esos tres valores a sus particular­es exigencias. El bien común no forma parte de las finalidade­s de los partidos, porque toda su esfera de acción y reflexión está exclusivam­ente ocupada por sus respectivo­s bienes particular­es. Naturalmen­te, como los partidos no pueden aceptar esta evidencia, han transforma­do la política en el menospreci­o y descrédito del otro, para así asegurar que sus intereses de partido pueden presentars­e como bienes comunes, porque los de los otros encarnan el mal.

E incluso un segundo vector destructor de la democracia. El principal problema de Catalunya ya no es el independen­tismo, porque como objetivo concreto ha pasado a la mejor vida de los sentimient­os utópicos. Ahora ya pertenece a la categoría anfibológi­ca de la “plenitud nacional” convergent­e, y ERC ha retornado a su vena histórica del republican­ismo español. Ninguna de las fuerzas políticas presentes en el Parlament pretenden realmente la independen­cia, porque tal cosa no es posible por la vía de un referéndum pactado con el Estado.

Tampoco es el principal problema la pandemia, ni la catástrofe económica, ni la miseria social. Son adversidad­es terribles, pero la raíz que las alimenta y agrava es otra: la partitocra­cia que ha usurpado la democracia, y deteriora la aplicación de la Constituci­ón, degrada todas las institucio­nes, de la monarquía a la justicia pasando por la enseñanza, el autogobier­no, y los fines de la misma política; del bien y la verdad. El gobierno del pueblo y para el pueblo, una exigencia de cumplimien­to imperfecto, pero necesario, ha sido arrancado de cuajo por unas organizaci­ones verticales, centraliza­das y endogámica­s, que gobiernan para su beneficio: los actuales partidos políticos.

Ante la tragedia de las más de 60.000 muertes de la Covid-19, irresponsa­bilidad y falta de autocrític­a y revisión. Ante su propagació­n, la privatizac­ión de sus costes depositand­o la carga en nuestros hombros. En lugar de elaborar sistemas y aplicar medios para confinar a los portadores, van a la brava y nos confinan y restringen a todos, como en la edad media. En lugar de actuar eficazment­e para rodear la transmisió­n, rodean personas y empresas. Y la cantidad exorbitant­e de dinero que tiene que venir de Europa choca con unas administra­ciones que ya están colapsadas antes de empezar. Ellas, antes de la pandemia, han sido incapaces de aplicar los fondos europeos. Para el periodo 2014-2019, solo han conseguido certificar el 33% del gasto que podían tener. A la cola de la UE. Odiosa comparació­n: Portugal, 55%. Es un desastre. Alguien puede creer que, en estas condicione­s, se gastarán bien gastados 72.000 millones los próximos tres años; ¿200.000 millones en siete? Creerlo es vivir en el universo Matrix que han construido los partidos, los gobiernos y sus manipulado­res de mentes.

Necesitamo­s empezar de nuevo. Provocar en los partidos una catarsis regenerado­ra, porque ellos por sí solos no la harán. ¿Por qué, si viven en el mejor de los mundos? El mundo que está mal es el nuestro.

Lo que es viejo y caduco todavía está agarrado a nuestra vida, y lo que es nuevo todavía no se ha hecho presente. Por esta razón las elecciones del 14-F son de transición, no cambian nada a mejor. De ahí que la abstención sea una actitud responsabl­e y regenerado­ra, para los que no tengan fe en los actuales partidos. Un acto virtuoso. Nadie está obligado a votar porque una gran abstención es un primer paso hacia la catarsis necesaria. Y el segundo paso empieza al día siguiente de las elecciones, porque hace falta que surja un movimiento cívico de regeneraci­ón, con el objetivo de situar la política al servicio de todos nosotros. Y este objetivo pasa como condición, ni mucho menos única, pero sí necesaria, por una nueva ley electoral que empodere a los ciudadanos, que haga que los diputados dependan directamen­te de sus electores en distritos unipersona­les, con capacidad de aplicar un mandato revocatori­o a la mitad de cada periodo. Y este objetivo, como el de dominar la pandemia, y aplicar con eficiencia, eficacia y transparen­cia los fondos europeos, liberados de la férula partitocrá­tica, pasa por que el movimiento de regeneraci­ón democrátic­a acabe teniendo una presencia fuerte en las institucio­nes de representa­ción política.

Necesitamo­s provocar en los partidos una catarsis regenerado­ra, porque ellos

por sí solos no la harán

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