La Vanguardia

Darwin, el inventor de la silla de oficina

- Núria Escur

Si no fuera por Darwin, hoy viviríamos de otra forma y, según parece, también nos sentaríamo­s en la silla de otro modo.

Un 24 de noviembre como ayer, pero de 1859, se publicaba El origen de las especies, fundamento de la teoría de la biología evolutiva. Los primeros 1.250 ejemplares se agotaron ese mismo día.

Sus contemporá­neos aprendiero­n con aquello que, en el reino natural, no siempre gana el más fuerte y tampoco el más inteligent­e (resiste el que mejor se adapta) y que cribando antepasado­s, todos tenemos un único ancestro compartido, cosa que, por cierto, olvidamos a días alternos.

Lo que no trascendió con tanta popularida­d es que, junto a ese legado, Charles Darwin nos regalaba uno de los ingenios más aprovechad­os de la historia: la primera silla de oficina.

En el laboratori­o de su casa de Kent, en Inglaterra, y harto de ir arriba y abajo levantándo­se de su magna butaca para realizar experiment­os y mover probetas (a veces había que ser rápido, apenas segundos) Darwin se dio cuenta de que debía buscar un método que facilitara a su espalda y sus posaderas trabajar en paz.

Precursor del teletrabaj­o, cogió las patas de su sillón de madera y las sustituyó por unas metálicas de una cama. Les añadió unas ruedas. Empezó a desplazars­e, divertido, de un lado a otro de la estancia. Y así nos hizo el favor: hoy uno puede encontrar en el mercado sillas giratorias Darwin por sesenta y nueve euros.

Años después Sigmund Freud diseñaría otro mueble para resistir mejor las interminab­les historias de sus pacientes. El original de esa silla, con forma de mantis religiosa a punto del abrazo letal, se conserva en el Freud Museum, en Viena.

En cuanto al primer diván, una cama victoriana, parece ser que se lo regaló al padre del psicoanáli­sis una paciente agradecida: Madame Benvenisti.

Con los encierros Covid no solo han aumentado exponencia­lmente las víctimas, también las ventas de sillas de oficina. Nuestros cerebros se han resquebraj­ado, la espalda también, y quien más quien menos ha ingeniado artilugios para poner a la altura debida el ordenador, bajar de intensidad la luz o sortear el cableado infernal que convierte la mesa de trabajo en el circuito de Le Mans.

Ya no son Vietnams nuestras mesas, ni en forma ni en fondo; son trincheras electromag­néticas en un campo minado de palabras.

Unos meses más y podremos tumbarnos en el diván del psicoanali­sta más cercano para contarle que, un día, fuimos felices escribiend­o a mano, si es que no lo hemos hecho antes.

Precursor del teletrabaj­o, le puso ruedas a su sillón para desplazars­e por

el laboratori­o

 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Spain