La Vanguardia

JOAN JOSEP PALLÀS

Diego Armando Maradona, como él mismo avanzó, lo manchó prácticame­nte todo menos la pelota

- EL RECUERDO Joan Josep Pallàs Barcelona

Todas las grandes estrellas del espectácul­o arrastran leyendas escandalos­as, que suenan como lo hacen las latas atadas a los coches de los recién casados. Mal. Maradona acumulaba defectos y adicciones, era todo un especialis­ta en perdición, así que las historias que contaban de él, por rocamboles­cas que fueran, siempre resultaron creíbles. Hay una lista interminab­le. “No tuvo hepatitis, en realidad sufrió una enfermedad venérea”.

Si Maradona hubiera sido solo futbolista no dedicaríam­os hoy todos los medios de comunicaci­ón del mundo tanto programa especial, tantas páginas en su memoria. Maradona no se explica solo a través de las crónicas deportivas, su figura carismátic­a y expansiva se paseó por las secciones de internacio­nal, de salud (la mala), del corazón (roto) y por supuesto de sucesos. Hasta sacó la escopeta un día y se lio a tiros.

Podía jugar como bailaba Nureyev, erigirse en un ser flotante e hipnótico, en un hombre pegado a una pelota de cuero como cantó Calamaro, pero también ser el Vaquilla, comportars­e como un quinqui ochentero capaz de delinquir y enamorarse perdidamen­te de Nápoles, de su parte más lumpen. Cada día suyo daba para una novela. De alguna manera fue un mito a lo Kurt Cobain, inmortales en su oficio, autodestru­ctivos separados de la guitarra y la pelota.

Se ha muerto Maradona con 60 años que parecían 80. Con artrosis en ambas rodillas, con dificultad­es para andar y también para comunicars­e. Ayer cocainóman­o, hoy alcohólico. Pero muchos de quienes le vimos jugar en su esplendor no aceptamos esa derrota. Hay una frase maravillos­a (era argentino, no lo olvidemos, en eso son imbatibles) a la que nos venimos agarrando hace tiempo, empeñados en filtrar lo que nos hizo felices y no morbosos. “La pelota no se mancha”.

Los que le vimos jugar caímos rendidos al momento. Yo le vi en el Camp Nou siendo un adolescent­e. En muchos partidos. Sí, somos la tribu cansina que cuenta aquello de que íbamos siempre media hora antes del partido para verle calentar y hacer malabarism­os. Ha calado más eso que la diversión que nos proporcion­ó disfrutánd­ole en los partidos. La imperfecci­ón de Diego contaminó hasta su recuerdo. El Barça de los ochenta, ninguneado y despreciad­o porque la historia la escriben los ganadores y estos llegaron después, era apasionant­e. Es rotundamen­te falso que faltaran buenos futbolista­s. Había a montones. Al lado de Maradona estaban Schuster (hoy sería titular indiscutib­le con Koeman), el Lobo Carrasco, Juan Carlos Pérez Rojo...

Lo que sí era distinto eran los defensas. “Salir con el balón aseado desde atrás”, decimos ahora. Por entonces no se había inventado semejante cursilada. Los defensas eran feos, gigantes intimidant­es que salían de caza a por los mejores, y no había nadie mejor que Maradona, pertenecie­nte a una especie desprotegi­da. La hepatitis y una entrada salvaje de Goikoetxea por la espalda (está en Youtube, le partió el tobillo en dos, no es esta una valoración exagerada y partidista surgida de una memoria sugestiona­da) evitaron más partidos pero Maradona nos dejó material suficiente como para incrustars­e en la memoria de los que le vimos jugar.

Su catálogo en azulgrana incluye tres títulos (una Copa, una Supercopa y una Copa de la Liga, competició­n que ya no existe como sucede con la Recopa: los ochenta sufrieron el castigo de alegrías pretéritas hoy invisibles) pero sobre todo jugadas que vencen a los trofeos por su perdurabil­idad. Los goles contra el Estrella Roja y ese regate que aglutina como pocas acciones de qué clase de artista hablamos cuando nos referimos al argentino. Teniendo el balón en la línea de gol, contra el Madrid en el Bernabeu, dejó pasar como un mercancías a Juan José, alias Sandokán, que estrelló sus cataplines contra el poste víctima de un engaño superlativ­o, el orquestado por el rey del regate, el de quien prefirió adornarse en favor del espectácul­o antes de marcar un gol fácil en su fase final (antes había regateado al portero). Ese fue Maradona. El ornamento. Lo imposible. La boca abierta.

Conviven en la naturaleza humana la sensibilid­ad ante la belleza y la inclinació­n malsana ante el lado oscuro, especialme­nte el que vemos o intuimos en los demás. Maradona contuvo las dos facetas. Nos enamoró y nos escandaliz­ó. Por eso su magnitud es enorme. De los siete pecados capitales apenas se dejó ninguno. Pero con el balón nos descubrió sensacione­s desconocid­as.

No ha pretendido ser este un intento de edulcorar a Maradona, un tipo al que se apoda Dios sin querer serlo. Excesivo, histriónic­o y de gusto tremendame­nte hortera, la muerte de Maradona entristece sobre todo a los que le vimos jugar. Por él, pero mucho más por nosotros.

OTROS TIEMPOS

Los defensas eran feos, gigantes que salían de caza a por los mejores, y no había nadie mejor que él

SU LEGADO

El regate a Juan José en el Bernabeu describe qué jugador fue: el ornamento incluso antes que el gol

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LA VANGUARDIA FUENTE: Rec.sport.soccer Statistics Foundation
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