La Vanguardia

Adiós a un icono popular

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Con la muerte de Diego Armando Maradona desaparece uno de los más habilidoso­s futbolista­s de todos los tiempos y, también, un icono popular que trascendió para bien y para mal su dimensión deportiva. Desde su debut en Argentinos Juniors, en 1976, hasta su retirada en Boca Juniors veintiún años después, Maradona fue una figura de enorme proyección planetaria. Si Di Stéfano brilló con singular intensidad en los años cincuenta, Pelé en los sesenta, Cruyff en los setenta y Messi lo ha hecho en lo que va de siglo XXI, Maradona fue la gran estrella de los años ochenta. Su hoja de servicios, labrada también en clubs como el Barça, el Nápoles, el Sevilla o el Newell’s Old Boys, alcanzó una dimensión sobresalie­nte con la selección argentina. En particular en el Campeonato Mundial de 1986, disputado en México, en cuyo estadio Azteca levantó la copa más preciada tras derrotar a Alemania en la final por 3 a 2. Pero, en esa misma competició­n, el partido que transformó a Maradona en mito fue el disputado por Argentina e Inglaterra, en el que anotó dos tantos y firmó una jugada redonda: arrancó desde medio campo, dribló a varios británicos, uno tras otro, también al portero, y marcó un gol memorable que llevó al paroxismo a su afición. Hacía solo cuatro años que Argentina había sufrido una humillante derrota ante Inglaterra en la guerra de las Malvinas. Aquel tanto tuvo algo de desquite nacional.

Esta y otras hazañas con la selección albicelest­e hicieron de Maradona un delantero idolatrado. Quien había recibido el mote de Pelusa, por su melena, o de Barrilete, por su fuerte complexión y baja estatura –1,65 metros–, pasó a ser conocido como D10s, un híbrido de su dorsal y de la condición divina que le atribuían sus fans. Con Maradona, los locutores y la hinchada que le aclamaban agotaron el repertorio de parabienes, hipérboles y superlativ­os. Esto ocurrió en Argentina. Y también cuando militó en el Nápoles, donde fue entronizad­o como el héroe local. En ambos casos, Maradona encarnó la figura capaz de devolver la alegría a sociedades baqueteada­s, el hombre que vestido de corto y corriendo tras un balón restituyó su orgullo de comunidad.

Los éxitos deportivos de Maradona se vieron oscurecido­s por una vida personal desequilib­rada, por su dependenci­a de las drogas y el alcohol, por la actitud arrogante y excesiva que marcó su decadencia. Aun entonces, siguió recibiendo el aplauso popular. Acaso porque, sin saberlo, dentro y fuera de los estadios o de los platós televisivo­s, era además de un futbolista excepciona­l el protagonis­ta de un reality show insomne que, ya antes de que estos espacios se populariza­ran, le perseguía allí donde iba.

Maradona ha vivido deprisa, ha saboreado las mieles del triunfo, embelesó a la audiencia global, cayó en los abismos de la adicción y ha muerto joven, a los 60 años. Descanse en paz.

Maradona, gran figura del fútbol, ha trascendid­o

para bien y para mal su dimensión deportiva

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