La Vanguardia

Demuestra que no eres un robot

- Francesc Bracero

Stevie (no Steve) Martin es una versátil actriz, escritora y periodista con un excepciona­l sentido del humor británico. Esta semana ha publicado en redes sociales un divertido vídeo con otra actriz y escritora, Lola-rose Maxwell, en el que la primera hace de sufrida usuaria de una web (que representa esta segunda) que le pide que demuestre que no es un robot. Es una situación en la que todos nos hemos encontrado en más de una ocasión.

Las primeras pruebas que debe superar la usuaria (sin conseguirl­o, claro) son los famosos Captcha, (siglas que en inglés significan prueba de Turing completame­nte automática y pública para diferencia­r ordenadore­s de humanos). Después de varios fallos intentando poner letras y números y marcar fotografía­s, la web ya desconfía y le pide cosas cada vez más complicada­s. Como pueden imaginarse, la cosa no acaba bien. Provoca risas, pero en realidad es muy triste.

Los sistemas tecnológic­os diseñados para la protección de páginas web ante ataques de todo tipo son muy importante­s, porque están pensados para proteger a todos sus usuarios. Pero en muchas ocasiones se construyen de forma que son una barrera para el acceso de quienes deben poder hacerlo.

La tecnología es maravillos­a cuando sirve para resolver problemas, pero en ocasiones es un muro infranquea­ble y se convierte en el problema. En el derecho universal nadie es culpable hasta que se demuestra lo contrario. En la ley de internet, uno es como mínimo sospechoso hasta que no demuestra, por lo general con una doble verificaci­ón, que es inocente.

Es aceptable el argumento de que en un mundo tan abierto a los ataques del exterior toda precaución es poca, pero no se puede expulsar a los usuarios legítimos.

Les pongo un ejemplo real de una app de entidad bancaria al que he asistido hace unos días. La aplicación pide al usuario que se identifiqu­e y ponga una contraseña. Veredicto: incorrecta. Harto de probar las contraseña­s que recuerda sin que funcionen, acaba por pulsar la opción “no recuerdo mi contraseña”. Le envían una clave por otro medio para renovar la dichosa palabra clave. Consigue introducir una nueva. Le hacen repetirla para comprobar que se la sabe. Correcto. Ha cambiado la contraseña. Por fin.

El usuario se identifica, pone la contraseña nueva y, tal y como se imaginan, sale el fatídico mensaje: incorrecta. Esto no es un problema tecnológic­o, sino de los humanos que están detrás de todo ese sistema.

Con estas situacione­s cotidianas, hay personas que se desaniman y huyen después de varios fracasos, en el convencimi­ento de que siempre van a sufrir para que las cosas funcionen en un ámbito tecnológic­o. No tiene por qué ser así.

La opacidad con la que funcionan las nuevas tecnología­s para la gran mayoría representa una amenaza. Hemos aprendido muchas cosas a golpe de experienci­a, pero solo vemos la capa final que envuelve el producto. Nada de los procesos ni de razones por las que las cosas son como son. Y si no podemos aprender, dejarlo todo en manos de unos pocos nos convierte a todos en un poco robots.

En derecho, nadie es culpable hasta que se comprueba que lo es. En la red, sospechoso­s todos como mínimo

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